Villa Lugano, Buenos Aires
El drama de los jubilados chatarreros: cobran $65.000 entre los dos y revuelven la basura para llegar a fin de mes
Stella Maris prefiere comenzar la mañana con un café con leche. Francisco, en cambio, no puede despertar del todo sin un mate caliente. Preparan sus desayunos luego de las 7.30, hora exacta en la que suena la alarma. Antes, cerca de las 4.30, la gata incomodará el sueño de ambos con un maullido que exige alimento.
Son pareja desde 2001 y conviven en un pequeño departamento ubicado en Villa Lugano, Buenos Aires. Lo pudieron comprar gracias a un plan de viviendas que aún siguen pagando.
Comparten las risas, las caminatas y la siesta. También la recorrida diaria por los contenedores de basura del barrio: allí buscan lo que les falta para llegar a fin de mes.
Una jubilación que no alcanza y una decisión por necesidad
Stella Maris Acosta tiene 69 años. “Vino la pandemia, un incendio, y acá estamos; tratando de recuperarnos y recuperar las cosas que se fueron perdiendo”, explica a TN. En los tachos recolectan principalmente latas de gaseosa o cerveza para luego venderlas a un metalero amigo. Cuando la suerte acompaña, el changuito improvisado con una bolsa verde, apoyada sobre un canasto, retorna cargado de bronce o cobre.
Este mes, ella cobró $33 mil de jubilación. Él un poco menos: $32 mil. Con la venta de las latas y el resto que encuentren juntan otros $6000 o $7000. Les alcanza para sobrevivir.
“Salimos todos los días. Los domingos a la mañana los chicos del barrio se juntan y nos dejan las latas, entonces recogemos unas cuantas”, cuenta Francisco De Aramburu, de 75 años.
Se conocieron en 1997. “Él era el encargado de un edificio y yo hacía guardias en un puesto de flores que estaba en la misma vereda. Le iba a pedir agua caliente para el mate o agua para las flores”, recuerda Stella Maris. “La invité un 8 de enero a cenar y todavía seguimos cenando”, agrega él.
Son padres de “dos hijos del corazón” en Uruguay y abuelos de varios nietos, a quienes recibieron el pasado fin de semana en su departamento luego de tres años sin verlos.
“Lo único extra que tenemos por mes es gracias a la venta de las latas. Juntamos eso porque se entregan todas las semanas, no como el cobre o el bronce, que además son más difíciles de encontrar”, explica Stella Maris.
Y continúa: “Nosotros empezamos durante la pandemia por una cuestión de necesidad. Vimos que en el barrio lo hacían muchos vecinos y salimos. Si salís vas a encontrar a cuatro o cinco revolviendo la basura. Algunos juntan cartón; otros, plástico. Otros, lo que venga”.
Por cada kilo de latas les pagan $180. Para llegar a ese peso deben recolectar entre 65 y 70. Es decir que precisan de unas 700 latas para obtener cerca de $1800.
“Nos ayudamos entre vecinos. Algunos juntan cartón, entonces nosotros lo separamos y se los damos. Y ellos nos dan una bolsa con latas”, indica la entrerriana nacida en Gualeguay.
Cada mes, ambos se sientan y elaboran un listado con los artículos que precisan y hacen la cuenta. Si no alcanza, algunos se descartan y quedarán para el próximo.
“No sentimos que estamos haciendo algo mal, porque lo que hacemos es sin molestar a nadie y a favor nuestro. En ese sentido estamos tranquilos”, dice Francisco.
Cuando salen, además del carrito llevan una bolsa con un trapo y alcohol para higienizarse las manos, las cuales llevan descubiertas sin ningún tipo de protección. “Algunos contenedores no podés ni abrirlos del olor que tienen”, expresa Stella Maris.
Al llevar tantos meses haciéndolo elaboraron un monitoreo en el que conocen qué días y en qué horarios les conviene salir: “Los lunes después de las 10 de la mañana no hay nada. Miércoles y jueves sí. Lo mismo los viernes por la noche. Siempre lo hacemos por el barrio”, detalla Francisco.
En ocasiones puntuales han hallado electrodomésticos que luego regalaron o a los que le quitaron el cobre para comercializar. “Tratamos de no lamentarnos por lo que nos pasa, es una costumbre que siempre manejamos”, responde ella.
Él remarca: “Ese es nuestro carácter. Si yo lloro mucho los ojos se me llenan de lágrimas y no veo nada. Lo mejor, cuando pasa algo malo, es abrir los ojos y ver bien. A veces vamos por la calle, nos decimos cualquier tontería y nos empezamos a reír”.
“Yo trabajé en casas de familia y cuidé a pacientes en el Hospital Ramos Mejía durante muchos años. Nos hubiese gustado tener otra realidad, con dos jubilaciones buenas, poder ir al teatro o al cine, a pasear. Ahora no, no se puede. Bueno, poder se puede, pero no hay con qué”, sostiene Stella Maris.
Francisco concluye: “No hay que perder la esperanza, porque si perdés eso perdés todo. Vas a quedar como un ser viviente y nada más. La esperanza es lo último que hay que perder. Yo también quería envejecer tranquilo, gozando del trabajo que hice entre mis 12 y 72 años. Pero no pude. Sin embargo, llevo la esperanza a cuestas, siempre viene conmigo”.
Fuente y fotos: Gentileza TN