Pbro. Jorge H. Leiva
La esperanza de la paz
Decía bellamente el poeta nicaragüense Rubén Darío: “¡Oh pueblos nuestros! ¡Oh pueblos nuestros! ¡Juntaos/en la esperanza y en el trabajo y la paz./No busquéis las tinieblas, no persigáis el caos,/Y no reguéis con sangre nuestra tierra feraz”
El conflicto bélico de Ucrania, el de los países de África, y ahora el de medio oriente nos vuelve a poner en alerta ante el sufrimiento de tantas almas y pueblos y nos desafía a seguir trabajando por la paz, por una educación que beneficie los vínculos pacíficos entre las comunidades. Hace 60 años el Concilio Vaticano II pronunciaba estas sabias palabras que nos dignas de leer o repasar para reavivar en nosotros la oración por la paz, el anhelo y las acciones en su favor. “La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima. Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual. Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar. (…) El horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa”. Rezaba Juan Pablo II: “Te encomendamos a los jóvenes de estas tierras. En su corazón aspiran a un futuro más luminoso; fortalece sus decisiones de ser hombres y mujeres de paz y heraldos de una nueva esperanza para sus pueblos”. Querido lector pregúntese usted ¿qué puedo hacer esta semana para que mi en mi mundo haya más paz?