Pbro. Jorge H. Leiva
Ver para creer
Como sabemos, el apóstol Tomás quería ver para creer en la Resurrección. Parece ser que todo su horizonte estaba limitado por la constatación de los sentidos a la manera de los científicos.
En relación con esto, un señor llamado Auguste Comte (1798-1857), en el siglo XIX, hablaba de lo que él llamaba “La ley de los tres estados”. Decía que la humanidad pasó por tres estados teóricos o mentales diferentes, a saber: el estado teológico o ficticio; el estado metafísico o abstracto y, por último, el estado científico o positivo.
De allí que para este buen hombre, entonces, estudiar y reflexionar la Biblia, la Tradición del Pueblo cristiano, la enseñanza de los obispos y sabios creyentes era pura ficción, una especie de entretenimiento creado para ignorantes que no sabían, por medio de la ciencia, escudriñar lo que sucede y, por eso, a falta de explicaciones empíricas, ellos se dedicaban a imaginar y a difundir fábulas ingeniosas. También decía este pensador, con cierto desprecio, que en otros tiempos los estudiosos se dedicaban a las abstracciones con tinte sapiencial para explicar lo inexplicable del cosmos y de la historia.
Este filósofo francés, finalmente, aseguraba que en su tiempo se había llegado a un nuevo tiempo de la humanidad en el que la ciencia iba a hacer desaparecer los catecismos y las filosofías. De este modo, la ciencia llegaría a abandonar la noción de “Providencia”, ya que todo podría ser explicado por la sucesión de sus propios experimentos, lo que lograría “superar” las ideas primitivas de la religión.
Pero resulta que, en verdad, la fe religiosa nada tiene que ver con la superstición y la filosofía nada tiene que ver con la mera abstracción desencarnada.
Es que las tres realidades de las que venimos hablando, la religión, la filosofía y la ciencia, son distintas pero complementarias a la vez. Está claro que nadie en su sano juicio puede negar que el agua es hidrógeno y oxígeno, argumentando que eso no está escrito en la Biblia o en el Corán, ni que los pensadores y los místicos nos ayudan a admirarnos con el agua para celebrar y cantar en comunidad el encuentro con la Trascendencia, los pueblos y el cosmos. Augusto Comte tenía razón cuando entusiasmaba a los científicos, pero no cuando desacreditaba, por ejemplo, a un San Juan de la Cruz, quien cantaba poéticamente: “Qué bien sé yo la fonte que mane y corre,/ aunque es de noche”.
Cuando este santo escribió eso no quería hacer un análisis químico acerca de la fuente de agua, sino hablar de las realidades más profundas del alma: y decía verdades, no fábulas.
Dice la revista online ALETEIA: “Las preguntas de la ciencia no son para que las responda la religión y viceversa. La ciencia no puede contestar a las preguntas últimas del ser humano, preguntas que nunca dejará de hacerse: ¿Tiene sentido la vida? ¿Por qué existimos cuando podríamos no haber existido nunca? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Hay algo que podamos llamar Dios más allá de este mundo? ¿Por qué sufrimos y por qué existe el mal?”
Y más adelante: “Juan Pablo II y Benedicto XVI insistieron en varios de sus escritos que la religión no puede ni debe dar la espalda a la ciencia, pero la ciencia debe reconocer sus límites y no pretender ocupar el lugar de la religión. Cuando esto no sucede surgen formas patológicas de la religión y de la ciencia, cayendo en fundamentalismos, supersticiones y dogmatismos irracionales de una frente a la otra”.
Quizá Tomás era uno de esos fundamentalistas cerrados en su mundo visual sin el más allá de la filosofía y de la fe, como nuestro amigo Augusto. Augusto murió sin conocer las “carnicerías” lamentables de las guerras del siglo XIX sin filosofías ni religión, pero llenas de fatídicas ciencias al servicio de la muerte.
Y yo, en este siglo XXI, ¿estoy como Tomás queriendo ver felicidades sólo en el consumo de lo que se constata por la ciencia o me animo a confiar en los pensadores de la filosofía y en los místicos de la religión? Y yo ¿me animo a creerle a Jesús de Nazaret, el que considera que es más importante confiar, aunque no veamos?