Pbro. Jorge H. Leiva
Los ritos son necesarios
Desde la antigüedad, en las familias y en los pueblos, para recordar un episodio significativo del pasado no sólo se recurría a las narraciones, sino también a los rituales, al lenguaje corporal comunitario simbólico.
Por eso, en todas las culturas existen ritos con relación a las etapas de la vida; por ejemplo, a los ciclos de la naturaleza, a los grandes logros de una nación o de un imperio. Algo de eso hemos conservado en la modernidad con la celebración de los actos patrios, de las fiestas de cumpleaños, de las bodas. Es que toda verdad, todo valor necesita, por un lado, una referencia a personas y personajes y, por otro lado, una referencia a acontecimientos que se evocan: por ejemplo; en nuestra patria el valor del patriotismo es referido a un personaje fundamental: don José de San Martín, a un acontecimiento: las independencias y, también, a un rito que hacemos el 17 de agosto, cuando conmemoramos el paso a la inmortalidad del General. En estos días, las parroquias católicas se llenarán de rituales en referencia a una persona, Jesús de Nazaret, a un acontecimiento: su muerte y resurrección anticipada en la pascua Judía. Es por eso que los signos corporales (procesiones, celebraciones) y los símbolos de la liturgia (olivos, aceites, cirios, pan, vino…) harán referencia a esa Persona y a ese acontecimiento central con la mayor belleza posible. Sin embargo, el mundo en que vivimos tiende a hacer desaparecer los grandes rituales comunitarios y a llevar nuestra vida a la privacidad, el subjetivismo y el intimismo. Dicen los estudiosos de la filosofía, la psicología y la antropología que sin rituales al ser humano le cuesta encontrar su identidad personal y su comunión con la comunidad a la que pertenece. Y lo que es peor, como sin rituales se pierde referencia a los grandes valores de las culturas, el sujeto se vuelve idólatra de su propio egoísmo y transfiere su deseo de trascendencia hacia objetos vanos, hacia ideologías que parcializan la verdad e, incluso, a veces llega a dar culto a los demonios. Cuando no se encauza el deseo de trascendencia hacia el verdadero Dios a través de los rituales religiosos, ese deseo va a parar a los ídolos de turno: ellos ahora no son los toros de metal como en el antiguo Israel, sino los dioses del consumo desenfrenado que nos propone el capitalismo desquiciado. Me habrán oído decir aquello del autor ruso, Dostoyevsky, a quien cito una vez más: “El hombre no puede vivir sin arrodillarse. Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo. No hay ateos sino idólatras”. Y los ídolos son crueles y terminan, tarde o temprano, exigiendo sacrificios humanos, como aquella divinidad llamada Moloc del Medio Oriente en tiempos bíblicos o como los “ritos sagrados” de los aztecas, que según los recientes estudios practicaban el canibalismo en nombre de sus dioses. También hoy, en nombre del dinero idolatrado se asesinan a multitudes en guerras fratricidas por el olvido de los ritos que nos ligan con el verdadero Dios, con los hermanos, con la creación y con lo mejor de cada uno. Porque cuando se deja de rezar y celebrar, Dios se convierte en “nadie” y desaparece lentamente el hermano en cuanto tal para terminar legitimando mi crueldad: esa es la lógica de las guerras las cotidianas y de las internacionales. Nosotros no celebraremos a un dios que se come a sus feligreses, sino a Jesús Dios-Hombre que dio la vida y que se ofreció Él mismo como alimento para ir identificándonos con su “corazón entregado”, para ir adquiriendo la lógica de la caridad gracias a la celebración comunitaria.