Artigas en el Paraguay: un enigma de treinta años
Entre los pliegues de la historia oculta, negada, silenciada o simplemente relegada al rincón de las indiferencias, sobresale el capítulo de Artigas en el Paraguay.
Es difícil ponerle un nombre a tan vasto período, que duró nada menos que treinta años: destierro, exilio, retirada táctica, o recurso final de un hombre que reunió en su momento el máximo poder en el ámbito del Río de la Plata, a través de su título de Protector de los Pueblos Libres. Sea como fuere, el discutible ocaso de José Artigas no comenzó en Paraguay, sino con la red de intrigas que se va tejiendo en torno a un prócer que aún no era el Prócer.
La invasión portuguesa fue, sin duda, una de las causas de lo que se ha denominado la Crisis o Anarquía del Año XX. Se trataba de un drama anunciado. En enero de 1816 Artigas escribe a Barreiro diciéndole que "según toda probabilidad los portugueses se nos acercan... ya sea esfuerzo de los emigrados o intriga de Buenos Aires, lo cierto es que se nos vienen". Un mes después, el 5 de febrero de 1816, en carta al caudillo salteño Martín Güemes, y a propósito de las diferencias de ambos con Buenos Aires, dirá una frase célebre: "El tiempo es el mejor testigo, y él admirará ciertamente la conducta del Jefe de los Orientales... nada tenemos que esperar sino de nosotros mismos. Por ahora, todo nuestro afán es contener al extranjero".
El 23 de febrero de 1820 un viejo enemigo de Artigas, el intrigante Manuel de Sarratea, por entonces gobernador provisorio de la Provincia de Buenos Aires, logra captar, en un acto político magistral (el Tratado del Pilar) la voluntad de dos poderosos aliados de Artigas: Estanislao López, gobernador de Santa Fe, y Francisco Ramírez, gobernador de Entre Ríos. Este último le declaró la guerra a muerte. Artigas lo acusó de traición: "El objeto y fines de la convención del Pilar celebrada por V.S. sin mi autorización y conocimiento no han sido otros que confabularse con los enemigos de los pueblos libres para destruir su obra y atacar al jefe supremo que ellos se han dado. He de prevenirle que si no retrocede en el camino criminal que ha tomado, me veré obligado a usar la fuerza, pues yo también tengo que arrepentirme de haberlo elegido a V.S. y de haberlo propuesto al amor de los pueblos libres para que hoy tenga los medios de traicionarme". Comenzó así una serie de batallas, en las que Ramírez, que contaba con el apoyo logístico y económico de Buenos Aires, estableció un cerco cada vez más estrecho en torno a Artigas. Las batallas se suceden, sin tregua. Las Guachas, cerca del río Gualeguay, de resultado indeciso, el 13 de junio. El 24 de junio la de Bajada del Paraná. Luego el Combate del Rincón de los Yuquerís, y después el de Mandisoví. El 27 de julio, Ramírez aplasta a Artigas en la batalla de Las Tunas, y el propio Protector escapó a duras penas en ancas del caballo de su primogénito Manuel. Al otro día, la derrota de Osamentas, y luego el ataque al propio campamento de Artigas en Avalos, cerca de Curuzú Cuatiá, de donde el caudillo salió con solo doce hombres, mientras Ramírez tomaba toda su artillería, armas y municiones, 25 carretas y 500 bueyes. La embestida final se produjo en Cambay, el 20 de setiembre de 1820. Esta fue la última acción militar de Artigas: rodeado por Ramírez en la orilla occidental, por los portugueses en el oriente y por los Esteros del Iberá al norte, comenzó la huida épica, en la que sus perseguidores pretendían su cabeza, para presentarla en bandeja triunfal a Sarratea. Con 150 hombres, el 5 de setiembre de 1820 cruzó el río Paraná y se internó en Paraguay a la altura de Itapuá, la actual Encarnación. Dejaba a sus espaldas casi diez años de lucha revolucionaria y un formidable proyecto geopolítico. Una década signada por el ideal libertario, el sueño republicano y la utopía federal, de un lado. Del otro las intrigas, ambiciones y traiciones de diverso calibre.
Bien se ha dicho que el Paraná fue su Rubicón, y al modo de Julio César y sus legionarios, pudo haber exclamado: alea jacta est. Entre las dimensiones de lo desconocido, entre sus irrenunciables esperanzas y un futuro que se abría como una desmesurada incógnita, una nueva vida lo aguardaba en la tierra paraguaya, gobernada por José Gaspar Rodríguez de Francia; una vida todavía no develada, pero ya trazada en sus derroteros secretos, que bien podría ser objeto de los más profundos estudios filosóficos. La existencia de Artigas en Paraguay, larga, oscura y embozada en el horizonte de la interpretación histórica, representa un enigma que ha sido objeto de interés por parte de muchos estudiosos, ya desde 1830.
Las primeras noticias sobre su nueva vida se hicieron esperar, y solo se conocieron gracias al testimonio de viajeros que por diferentes conductos, y mucho tiempo después, lograron encontrarse con él. Daniel Hammerly Dupuy, en su obra Rasgos biográficos de Artigas en el Paraguay (en Artigas. Estudios publicados en El País como homenaje al jefe de los Orientales en el centenario de su muerte, 1850-1950, coordinada por Edmundo Narancio), planteó una serie de preguntas disparadoras, a su vez, de subsiguientes reflexiones. ¿La entrada al Paraguay se produjo como el final de un ciclo, o se trató de un "repliegue táctico"? ¿El caudillo oriental pretendía una alianza militar con el dictador supremo del Paraguay, con quien, por otra parte, no lo unía el mejor de los vínculos? ¿Aspiraba a regresar a la Provincia Oriental, apoyado por fuerzas paraguayas, para continuar la lucha? O, por el contrario, ¿se consideraba derrotado? Todavía otras dudas surgen, puesto que su estancia en Paraguay no duró tres días ni tres meses, sino treinta largos años: ¿Por qué no quiso retornar jamás a "su patria"? ¿Era la República Oriental del Uruguay, a partir de 1830, su patria, o había mutado en otra cosa, en una entidad totalmente desnaturalizada, degradada y desvirtuada en sus rasgos y estructura más profunda?
Para todas estas preguntas no existe una respuesta certera, ni siquiera aproximada. Muchas fueron, además, las circunstancias supervinientes, y mucho se transformó el mapa político de lo que una vez fue el escenario de sus desvelos y trabajos. Por eso, estas interrogantes nunca podrán ser realmente contestadas. Artigas en Paraguay sigue siendo un misterio, un silencio acusador, una imagen inquietante. Algunos titulares sobresalen. Estuvo, al principio, confinado (metido a fraile, dirían sus enemigos) en el convento asunceño de La Merced. Fue enviado luego a la villa de San Isidro de Curuguaty, la Siberia paraguaya, por veinticinco largos años. Y finalmente, pasó su último lustro de existencia en las afueras de Asunción bajo la protección de Carlos Antonio López. Daniel Hammerly Dupuy considera que nuestro caudillo pasó por tres etapas. Durante la primera continuó trazando proyectos de vasto alcance político, lo que queda demostrado por su insistencia de los primeros tiempos en tener un encuentro cara a cara con el dictador Francia. Pero este jamás lo recibió y tampoco respondió a ninguna de sus misivas. Comenzó entonces la segunda etapa, de acomodamiento a las circunstancias, signada por las tareas agrícolas y el auxilio a los menesterosos. La tercera y última fase consistió en la simple y descarnada vejez (Hammerly habla de una declinación biológica y una elevación espiritual). En Curuguaty, Artigas llevó una existencia apacible, y sólo fue visitado por Aimée Bonpland (1831). En Ibiray, por el contrario, recibió la visita de su hijo José María y de personalidades como Alfredo Demersay, José María Paz, Enrique Beaurepaire-Rohan y Rómulo Yegros, entre otros. Lo que pasó por su alma durante esas tres décadas, allí se quedó, entre la tierra y el cielo, más acá y más allá de todas las traiciones, miserias humanas y mezquindades varias que intentaron, entonces y ahora, destruir su ideario y devorar su sombra.