Carrá
Carrá, a 75 años de su fallecimiento: el médico apóstol símbolo de San Francisco
El 28 de noviembre de 1947 se apagó la vida de uno de los vecinos más recordados de la historia de nuestra ciudad. Repasamos su vida.
El 28 de noviembre de 1947, hace 75 años, se apagó la vida de uno de los vecinos más recordados de la historia de nuestra ciudad. Al cumplirse el tercer aniversario de su deceso, el 28 de noviembre de 1950, su figura en bronce comenzó a acompañar la vida de los sanfrancisqueños desde una céntrica esquina. En la intersección de 9 de Julio y Avenida del Libertador Sur todavía hoy se puede leer: "Custodio de la salud del pueblo durante cincuenta años. Del arte de curar y aliviar hizo su mística. Se dio a la unción de servir con abnegación evangélica. Del anciano y del desvalido fue su primer amparo. Vivió pobre y murió bendecido por sus conciudadanos. La ciudad agradecida le rinde este homenaje".
Al alzar la vista aparece la imagen del Dr. Enrique J. Carrá, entrerriano de nacimiento, pero adoptado por San Francisco para que fuese el ejemplo cabal de la generosidad y la custodia de la salud de aquel pueblo que iba transformándose en ciudad.
A todo lo ancho de la primera plana de LA VOZ DE SAN JUSTO, la edición del 29 de noviembre de 1947 tituló "Ha muerto Carrá". Una extensa nota refirió el aporte invalorable que este médico hizo para mejorar la vida de la comunidad a la que sirvió. "Asumió la profesión de médico como un irrenunciable sacerdocio. Esto que hoy se dice como una simple frase retórica fue, en Carrá, realidad perenne. Combatía el dolor y la enfermedad y la muerte con total abstracción del paciente, comprendiendo que su deber era sostener y prolongar la vida con total prescindencia de la condición social o fortuna del enfermo. Idéntica fortaleza de ánimo lo movía al abordar la enfermedad del habitante anónimo como la del vecino bienquisto".
El retrato que este diario hizo del vigía de la salud de San Francisco durante 50 años fue el siguiente: "Era su rostro el desfavorecido del plan Sarmiento: ovalado, ojos para verlo todo, nariz roma, labio inferior potente y, para que nada faltare, ésa, su calva tostada al sol. En la baja estatura de los grandes hombres vivió su ser en singular movilidad: marchaba a toda prisa, hablaba con vehemencia y su voz limpia y varonil fluía imperiosa como un mando y si se lo interrumpía con un cumplido que su naturaleza altiva desdeñaba o descubría una tentativa de halago o engaño, nos anonadaba con un apóstrofe tonante como latigazo tártaro.
Todo lo que hay en una familia se resume en uno de sus miembros, ha dicho Goethe. La vitalidad exuberante que desde la niñez se desborda, la irritabilidad del temperamento y la viveza del genio, estaban en el progenitor, voluntario garibaldino, de quien, sin embargo, no heredó el humor festivo y travieso que a aquel caracterizara, trocado en el vástago en la grave contracción de la madre.
Será en la ciudad que él vio crecer día a día, un símbolo, hecho de energía moral, de abnegación. Obrero de la colectividad, constructor pujante como todos los genios de acción. No se lo vio nunca ocuparse de sí mismo. El desconcierto que provocaba con su ruda franqueza y pensar a gritos, le pudo crear algún detractor de su carácter, sin negársele por eso lo gigantesco de su obra de bienhechor perenne. Precisamente, en el contraste estaba la magnitud de la figura porque supo que la verdad supera a todas las ficciones cuando alguien tiene el valor de decirla".
Así anunciaba LA VOZ DE SAN JUSTO el fallecimiento del ilustre médico (Archivo)
Su vida
El siguiente es el repaso de los principales aspectos de la vida del ilustre médico que LA VOZ DE SAN JUSTO publicó el día posterior a su fallecimiento:
Enrique J. Carrá nació el 27 de noviembre de 1872, a las cuatro de la mañana, en la ciudad entrerriana de Gualeguay. Fue su padre, Enrique Luis Carrá, inmigrante lombardo y solidario garibaldino que se distinguió en las campañas de Sieitia y Nápoles, contra los Borbones por la independencia de Italia. Fue su madre, Josefina Filius, nativa del Lago Mayor. Llegado a la edad escolar, cursó en su pueblo natal los grados de aplicación y a los once años inició los estudios del bachillerato en Buenos Aires, en el afamado Colegio San José, atendido por religiosos. Va conociendo, preñando su espíritu en ese Buenos Aires convulsionado de inquietudes y esa santa devoción a la libertad en el pecho de su padre garibaldino, lo lleva más de una vez a la calle, para participar en las grandes manifestaciones en que se debatían porteños y provincianos, mitristas y roquistas.
Carrá se destacó como una inteligencia precoz: su memoria, feliz y fecunda se hizo proverbial. Practicante en la Asistencia pública, en el Hospital de las Mercedes, en el de Niños más tarde y en el Hospital de Clínicas, por último. En 1898 culminó su carrera y cuando se preparaba para el libre ejercicio de su profesión, la guerra con Chile lo lleva a la guarnición de Mendoza como médico militar. Salvado el entredicho militar, se enfrenta a la vida.
El 13 de diciembre de 1899 arribó a San Francisco por ferrocarril desde Rosario. Se hospedó en el Hotel de la Estación, de propiedad de un vasco probo, don Juan Irigoyen. Viene con una carta del colonizador Francisco Clucellas. El joven médico no necesitó más para fijar su destino definitivo: quería servir curando. Clucellas en esa carta de presentación, lo puso en contacto con Bernardo J. Bertello, dueño entonces de la primera casa de negocios entre nosotros. Pese a que había varios médicos en el pueblo, al abrir el 28 de diciembre, Día de los Inocentes, su consultorio, llegan a él como primeros parientes, los pobres de solemnidad que la municipalidad mandaba, pero que nadie curaba.
Promisor bautismo para quien habría de tratar en lo sucesivo a toda la población como pobre de solemnidad. El prestigio crece: el rumor de que el joven médico no cobra en un medio que se trabaja afanosamente por cobrar, es un buen pedestal para la fama y la cólera de los desalojados. El éxito prosigue: el joven médico, movedizo, activo, infatigable, que entra a ver a sus enfermos sin golpear la puerta y sale la mayoría de las veces sin un saludo y vuelve en igual forma hasta que el mal está vencido, se acerca a todos los pacientes y llena de admiración y de respeto a las personas.
Ya en los primeros días de 1901, la reducida población de San Francisco es víctima del más horrendo de los flagelos: la peste. La mayoría de los médicos niega la veracidad del sombrío diagnóstico, pero, en la ciudad de Rafaela se encontraba accidentalmente un sabio que Carrá conocía: el doctor Patricio Brena, que fue en Paraguay, durante la gran peste, presidente del Consejo de Higiene y reconocido luego en el país como autoridad indiscutida en la materia. Brena es traído a San Francisco como árbitro para dilucidar el entredicho del joven médico entrerriano que afirmaba la existencia del flagelo contra la opinión adversa y excluyente de los otros médicos. El fallo del sabio facultativo confirma el juicio de Carrá y, a los pocos días, el mal cunde, ratificando con el dolor de todos, la horrible certeza de este mal abatiendo vidas jóvenes. Las medidas de profilaxis, drástica y efectivas, impuestas por Carrá le traen animadversión entre los vecinos y la marea de impopularidad crece contra el valiente médico, auspiciada por los demás colegas que, no convencidos del enorme peligro del contagio, se obstinan en forzar sus conciencias para que, en el espíritu de la gente siempre desprevenida, aparezca la existencia de la peste como una cosa urdida por el engreimiento de un joven médico resuelto en reafirmar un falso diagnóstico.
Pero el "enemigo del pueblo", una vez más, como en el drama de Ibsen, resulta el más fuerte de la aldea en su soledad triunfante. Ya nadie lo discute. Los vecinos lo buscan en la calle para sonreírle en recuerdo de su triunfo y los niños abren sus ojos a su paso, como frente a un mago. No había necesitado conquistar la opinión: ella vino a él a pesar de su desdén por la popularidad.
Imperturbable en la grandeza de su vigor moral, prosiguió Carrá el ejercicio de su apostolado, como lo hizo antes y lo haría siempre, consciente de sus responsabilidades, alerta, solícito, disciplinado e impersonal en la atención del enfermo.
Y, a pesar de su ebullición de vida, no la diluyó en diversas direcciones: la volcó toda, en una mística pasión de servicio, casi apostólica. Ajeno a la política que siempre repudió, concentró su esfuerzo en la acción de curar y en obras conexas a este arte. Si alguna vez aceptó participar en las luchas lugareñas y salió de su aislamiento fecundo, lo hizo porque advirtió que el fenómeno reclamaba su intervención como candidato a intendente, más que de orden político, era de higiene social. (Vale señalar que en 1925 fue candidato a intendente. Perdió las elecciones por ajustado margen frente a Serafín Trigueros de Godoy)
San Francisco no conocía entonces ni Asistencia Pública, ni hospitales, ni sanatorios. Vinculado Carrá a la familia del fundador de la ciudad, trabajó en el ánimo de éste para que creara, en provecho general de la población, una obra que, al tiempo de evocar el afecto del fundador por la comarca, protegiera la salud de San Francisco. Y así nació, en 1912, el Hospital J. B. Iturraspe. Enrique J. Carrá hizo de esta casa, hasta el día de caer vencido, su primer hogar durante más de 30 años, internándose en el dolor de los abandonados que a él acudieron. Lo fue acrecentando con su solo esfuerzo, día a día, perseverante, intrépido, llamando en su ayuda al gobierno, legisladores y vecinos para que multiplicaran pabellones de maternidad y cirugía. Y así, toda la existencia social de la ciudad, hasta el año 1930, fue total y abnegadamente cumplida por esta casa de enfermos y peregrinos que Don Enrique J. Carrá inspirara y sirviera hasta su muerte.
La gratitud de San Francisco funda en 1941 el Hogar de Ancianos que lleva su nombre, como reconocimiento a su obra singular. Constituye esta institución uno de los establecimientos de mayor significancia social del país. Fue esta obra, pues, el monumento en vida con que la caridad quiso rememorar a su bienhechor incansable. El mismo Carrá asumió la dirección y le imprimió, como a todas sus realizaciones, el sello inconfundible de su magnífica personalidad.
El monumento que recuerda al Dr. Enrique J. Carrá.
El sepelio
La despedida de los restos del doctor Carrá fue una demostración popular como pocas veces se observó en San Francisco.
"El constante desfilar del vecindario por la capilla ardiente durante la noche del deceso y la mañana de ayer se convirtió en una densa muchedumbre por la tarde. Muchedumbre que presionaba por acercarse al féretro del abnegado servidor y que, a medida que se aproximaba la hora del sepelio, iba aumentado mientras la puja por ganar posiciones de privilegio desde las cuales despedir o acompañar al médico querido, se intensificaba y adquiría por el amontonamiento y por el fervor con que se insistía en ello, características extraordinarias y, en cierto modo, dramáticas", se relató en estas páginas.
La crónica prosiguió: "Cuando el ataúd, retirado de la capilla ardiente y, después de llevado un trecho a pulso, fue colocado sobre la carroza fúnebre, la compacta multitud formó el dolorido cortejo, adquiriendo en la iglesia parroquial contornos de emoción la presencia de gente humilde que, en cantidad apreciable, se había apiñado para dar a su gran amigo la postrera despedida. Escenas similares se repitieron en la necrópolis, donde el gentío se multiplicó y formó marco solemne a la ceremonia que allí se efectuó y en la que, luego de un responso a cargo del presbítero Carlos Borello, comenzaron los discursos que pronunciaron Juan B. Fassi en nombre de la Sociedad Damas de Beneficencias, José Mariconde representando al cuerpo médico del Hospital Iturraspe, Benjamín Palacio dirigente del Partido Demócrata de Córdoba, Aldo Lestani en nombre del personal del Hospital, Ricardo Tampieri (hijo), Luis A. Scocco, Joaquín G. Martínez todos en representación de los vecinos y amigos y Maximiliano Mendoza Fragoso como miembro de la Sociedad Española de Socorros Mutuos".
En todos los casos se destacaron las virtudes de quien "supo cumplir con singular estoicismo en casi medio siglo de acción cotidiana entre nosotros". Como se escribió hace tres cuartos de siglo cuando se produjo el deceso de Carrá, "San Francisco, que ha nacido casi con su arribo, ha sido testigo imparcial de la consagración de este médico apóstol para salvar vidas y mitigar dolores. Por ello, lo hizo su símbolo". Un símbolo que, desde el bronce, sigue atento a la vida de la ciudad y velando por la salud de sus habitantes.