PATA PILA
De Recoleta a la frontera con Bolivia: el porteño que adoptó a siete y creó una organización que sacó de la desnutrición a 522 niños
“El año pasado murieron 300 niños en el norte”, afirma Diego Bustamante, el joven que adoptó siete niños y decidió dedicar su vida entera a combatir la desnutrición infantil; es fundador y director de Pata Pila, ONG que trata actualmente a 1348 menores en el norte y el centro del país.
Su proceso de transformación fue paulatino. Pero hubo un hecho puntual, un golpe seco frente a una realidad implacable, que marcó su vida para siempre. En ese entonces (2010), Diego Bustamante tenía 27 años, todavía vivía en Recoleta junto a su familia y estaba misionando junto a un grupo de frailes y laicos franciscanos en el norte de Salta.
“Habíamos estado toda la semana visitando las casas, yendo a tomar mate con las familias, y como teníamos dos médicos en el equipo misionero, un día hicimos una maratón de salud. Convocamos a las familias y de repente miré y había dos cuadras de fila para atenderse. Ahí me di cuenta que estaban pasando cosas muy serias, más allá de la pobreza. Empecé a escuchar sus problemas y me empecé a agarrar un poco de los pelos. Se me armó un nudo en la panza -cuenta 13 años después, en videollamada con LA NACION-. Con el tiempo, fui transformando esos nudos, esas frustraciones y esas impotencias en ganas de resolver y de generar cosas”.
Bustamante tiene hoy 40, es padre adoptivo de siete hermanos y es el fundador y el director general de Pata Pila, una organización sin fines de lucro que trata principalmente la desnutrición Infantil y la promoción humana en 74 comunidades del país, la mayoría de la provincia de Salta, y tiene centros de atención, jardines de infantes y hogares de niños.
Con un mate en la mano, desde Mendoza, donde se encuentra visitando dos proyectos nuevos de la organización, Bustamante cuenta los detalles de una historia única, su vida, pero además las oscuridades de una realidad cada vez más común en el país, ante la cual la mayor parte de la sociedad, dice él, hace oídos sordos. “Hay un ejército de gente que vive fuera del sistema, niños que crecen con muchas ganas, pero se transforman en adolescentes que miran al costado y no ven ninguna oportunidad, y entonces terminan en la droga o en el consumo del alcohol. ¿Por qué? Porque no pueden soñar”, enfatiza.
“Decidí entregar mi vida entera para que eso no pase más”
Bustamante tiene una inclinación social fuerte desde muy joven, cuando estudiaba en el colegio Champagnat y visitaba con sus compañeros de clase el cottolengo Don Orione y hacía acción social con la parroquia San Nicolás de Bari. Al terminar el secundario empezó y abandonó varias carreras, mientras iniciaba su camino junto a un grupo católico liderado por frailes franciscanos.
“Con los frailes aprendí el valor de acompañar a otros pero no desde un lado de superioridad o porque sos un chico rico y podés, sino simplemente porque creés que vale la pena compartir la vida, y que en el compartir con el otro vas transformando la pobreza que vos también tenés internamente”, cuenta.
En ese entonces él pensaba que su sueño era ser actor. De hecho, durante al menos 10 años se dedicó al cine y al teatro, tanto en México, donde vivió y trabajó haciendo obras y publicidades, como en Argentina, a donde finalmente volvió para actuar en una telenovela. Pero con su regreso al país y a las misiones franciscanas, comenzó a tener dudas no solo vocacionales, también existenciales. “Veía que donde me sentía más pleno, más feliz y más libre era siempre compartiendo el tiempo con la gente que estaba por ahí más en los bordes de la sociedad. Yo me encontraba con la gente y quería permanecer ahí, no solo para ayudar, sino que también mi corazón se veía seducido por un proyecto de vida un poco corrido del éxito y del objetivo económico”, recuerda.
“Decidí entregar mi vida entera para que eso no pase más”
Bustamante tiene una inclinación social fuerte desde muy joven, cuando estudiaba en el colegio Champagnat y visitaba con sus compañeros de clase el cottolengo Don Orione y hacía acción social con la parroquia San Nicolás de Bari. Al terminar el secundario empezó y abandonó varias carreras, mientras iniciaba su camino junto a un grupo católico liderado por frailes franciscanos.
“Con los frailes aprendí el valor de acompañar a otros pero no desde un lado de superioridad o porque sos un chico rico y podés, sino simplemente porque creés que vale la pena compartir la vida, y que en el compartir con el otro vas transformando la pobreza que vos también tenés internamente”, cuenta.
En ese entonces él pensaba que su sueño era ser actor. De hecho, durante al menos 10 años se dedicó al cine y al teatro, tanto en México, donde vivió y trabajó haciendo obras y publicidades, como en Argentina, a donde finalmente volvió para actuar en una telenovela. Pero con su regreso al país y a las misiones franciscanas, comenzó a tener dudas no solo vocacionales, también existenciales. “Veía que donde me sentía más pleno, más feliz y más libre era siempre compartiendo el tiempo con la gente que estaba por ahí más en los bordes de la sociedad. Yo me encontraba con la gente y quería permanecer ahí, no solo para ayudar, sino que también mi corazón se veía seducido por un proyecto de vida un poco corrido del éxito y del objetivo económico”, recuerda.
Primero se mudó al campo de su familia, en Gualeguay, donde, además de trabajar, comenzó a hacer apoyo escolar en sus horas libres. Pero luego de su experiencia en Salta decidió instalarse en Santiago del Estero para trabajar enfocado en la desnutrición infantil como parte de la ONG Haciendo Camino. Allí, a sus 29 años, presenció la primera muerte de un niño, la muerte que más lo afectó y que marcó su rumbo.
“No me olvido más, se llamaba Alicia Nélida Luna, era una bebé de seis meses. Yo justo estaba empezando a acompañar a su familia. Se murió y nunca en mi vida lloré tanto. Ahí supe que iba a entregar mi vida para que eso no pase más en este país. Y después empecé a pensar: Bueno, ¿qué pasa con todas las comunidades de la frontera de Salta en las que yo había misionado? Yo sabía que vivían muy, pero muy mal. ¿Quién está trabajando allá? Yo tenía un vínculo con los franciscanos, así que decidí irme a vivir a allá y ahí apareció la idea de armar Pata Pila”, cuenta.
Bustamante se mudó solo a una pequeña casilla misionera (una habitación con un baño) que tenían los frailes de la región en la comunidad de Yacuy, a 19 km de Tartagal, y ahí empezó todo.
¿Con qué situación te encontraste?
-Me encontré con las mismas situaciones que veo hoy en otros lados, honestamente, porque hay 500 comunidades en la región. Me encontré con muchos niños en situación de desnutrición, con niños que se morían, al igual que hoy, en el hospital de Tartagal. También me encontré con mucha imposibilidad de las familias para acceder a un trabajo, con familias que por ahí comían algunos días y otros no.
-Y ¿cómo empezó Pata Pila?
-Primero fui a pasar la experiencia por el cuerpo, a conocer cómo es no tener agua porque se corta, cómo es tener 50 grados de calor y no tener electricidad porque también se corta todo el tiempo. No iba como Salvador, yo fui a aprender, a ponerme al servicio del enfermero, de las monjas, de los frailes que estaban en la región, de los directores de las escuelas, de los gerentes de los hospitales. Escuchar, aprender y ver qué podía aportar.
El primer paso fue adaptar la metodología Conin que había aprendido en Santiago del Estero a la realidad de las comunidades originarias del norte del país. También empezó a convocar voluntarios -cuando terminó el primer año ya eran 10 personas viviendo allá, entre ellos, asistentes sociales, psicólogos, nutricionistas y psicopedagogos- y, sobre todo, a buscar fondos.
El primer apoyo económico de Pata Pila fue su familia. “Junté a todos mis hermanos (son seis) y a mi viejo y les dije: ‘Bueno, tengo un proyecto’. Mi papá y mi tío me dijeron: ‘Contá con nosotros para arrancar’. Me acuerdo que en ese momento me daban 2000 pesos cada uno y con eso yo empecé a dar esos primeros pasos: cargarle la nafta a mi gol para salir a recorrer las comunidades, y contratar a la primera nutricionista, que me empezó a ayudar a hacer los relevamientos”, recuerda.
”En los niños, los cambios son impresionantes”
Pata Pila creció a pasos agigantados. Del apoyo de sus parientes y amigos, Pata Pila, que significa pies descalzos, pasó a contar con el apoyo de cientos de familias -a través de un sistema de padrinazgo-, de empresas y hasta de un programa de cooperación internacional de la Unión Europea. Gracias a esos aportes, en los últimos ocho años la organización llegó a trabajar en cuatro provincias, atendiendo a más 1.300 niños con un equipo de 85 personas. Pata Pila tiene hoy distintos centros, entre consultorios, jardines de infantes, talleres de oficios, dos hogares de niños y una escuela que aún no está terminada. También ha gestionado y financiado la creación de pozos y de conexiones de agua para que las distintas comunidades puedan acceder al agua potable.
“Entendimos que Pata Pila tiene que estar en la línea directa de trinchera, en el barro, como le decimos nosotros al territorio, pero también ir a dar las luchas en los escritorios: presentar una carta, un documento, dialogar con el gobierno local y nacional, llevar a funcionarios al territorio y que no vengan con el intendente, que les va a mostrar lo que sí hizo. Mostrarles lo que está pasando”, explica.
- ¿Qué cambios ves cuando vas de visita a una comunidad en la que trabajan hace años?
-A veces tomas perspectiva y decís: ‘Wow, cuántas cosas se hicieron’. En los niños es impresionante. Encontrarte con un niño que tenía un déficit nutricional y de repente, pestañeás, por así decirlo, y lo ves 4 años después jugando a la pelota, y decís: ‘Te amo’. O ves a mujeres que hace cinco años se acercaban tímidamente a ver si podían resolver un problema de salud y hoy montaron su emprendimiento, tienen su cuenta de Instagram para vender, y sacaron un crédito por Brubank. Realmente los cambios se ven, pero son colectivos: se dan gracias al trabajo que hace Pata Pila en las mesas con los hospitales, con otras organizaciones, con el Estado, con los líderes comunitarios. Realmente el trabajo es colectivo.
-Me imagino que no es fácil llegar a esos resultados.
-Es un laburo de hormiga. Es un laburo de insistencia, pero también de ir a buscar a las mamás, porque lo que pasa es que a las familias les cuesta todo, les cuesta hasta sostener su presencia en un taller de capacitación. Y lo que pasa también es que muchos niños ya nacen complicados. Yo siempre le digo a nuestros equipos que cuando Pata Pila encuentra a un chico con desnutrición, ya estamos un poquito tarde, porque si el niño ya está con un déficit en la balanza, ya hay un proceso de su desarrollo que se frenó: su parte cognitiva, el crecimiento de su cerebro. Y, en algunos casos, acomodando algunas variables, apoyando a esa madre, ayudándola a fortalecer la lactancia o a mejorar un poco la alimentación, se soluciona.
Más allá de los logros, Bustamante destaca que la acción de la organización nunca es suficiente, que siempre surgen nuevos desafíos y que la situación actual en muchos pueblos del país es “muy dura”. “Hay mucho por hacer, por resolver. El año pasado murieron 300 niños en el norte. Este año, en una en una sola región, ya hemos mapeado más de 19 casos de muertes infantiles. Hablo de niños que viven en contexto de desnutrición o que nacieron con enfermedades o se lastimaron y, al no tener recursos, no pudieron ser curados”, asevera.
Cuando habla de desnutrición y malnutrición, explica que, en realidad, no se trata solo de la falta de alimento, sino también de otros factores, entre ellos, la calidad del agua que toman y la falta de conocimiento por parte de los padres. “La mala calidad del agua hace que vivan enfermos, sobre todos los niños, por eso están desnutridos, no solo por la falta de alimentos. Entonces mucho del trabajo que hacemos es de educación integral: brindar herramientas de cómo se diluye la leche en polvo, o explicar que el niño no puede tomar el agua turbia del fondo del tinaco de cinco litros que les da el municipio”, detalla.
“Somos una familia muy común”: convertirse en padre de siete
En paralelo a la historia de Pata Pila, hace cinco años que Bustamante se volvió padre de siete niños y adolescentes, los hermanos Gerez. Él los conoció varios años antes, cuando los menores vivían en una situación crítica en su tierra natal, Santiago del Estero.
-Ellos vivían con su familia, pero por algunas situaciones de abandono, además de que vivían en medio del monte, sin agua y sin luz, la Justicia consideró que durante un tiempo iban a ser institucionalizados y ese tiempo se fue prolongando. Yo los acompañé cuando se los llevaron de su casa. Y cuando estaba en Salta con Pata Pila iba a visitarlos al hogar dos veces por año. Cada vez que los escuchaba, sobre todo a los más grandes, que ya tenían 14, 15, me surgían preguntas: ¿Quién los va a ayudar a que tengan un futuro? ¿Cómo van a hacer para tener un lugar que sea de ellos? Honestamente, me volvía al norte y enterraba mi cabeza como un avestruz, decía: ‘No, no, Diego, basta: con todos los problemas que hay en el norte, ¿cómo vas a hacer? Es difícil’. Pero bueno, ese deseo fue naciendo hasta que finalmente, después de cuatro años, me decidí.
-¿Los adoptaste?
En verdad soy su tutor legal. William, el mayor, estaba cumpliendo 18 justo el día en que nos mudamos juntos, entonces el juez consideró que la figura de tutor legal era la más viable para no demorar todo un proceso legal. Hace cinco años que vivimos juntos. Yo soy un padre para ellos, pero ellos también tienen su papá y su mamá y hablan por teléfono, y los llevo a Santiago todos los años a visitarlos. No es que yo quería ser papá, entonces adopté, yo los conocí a ellos y me movilizaron, y decidí hacerme cargo porque creía que valía la pena. Lo hice como un acto de amor, por ellos y también por mí. Formé mi familia con ellos.
Al convertirse en su tutor legal, Bustamante decidió mudarse nuevamente a Gualeguay para incorporar a los hermanos Gerez -seis varones y una mujer- a su familia y poder darles un hogar propio y un entorno familiar. “Ellos están re felices, son muy unidos. Han crecido mucho en estos años. Son chicos muy buenos, con muchos valores y ganas de vivir. La verdad es que nos transformamos en una familia muy, muy común”, dice entre risas.
Hoy Bustamante se reparte entre su vida en Gualeguay y sus viajes mensuales a Salta y Mendoza. Además, viaja de vez en cuando a Buenos Aires, para recaudar fondos y visitar el hogar de niños en tránsito que tienen allí. Él cree que su dedicación a los niños, en parte, tiene que ver con su propia historia, ya que él es huérfano de madre desde muy pequeño. “A mí se me murió mi mamá cuando yo era muy chico y siempre tuve como ese niño herido lastimado dentro, y por nada mi camino terminó siendo muy de la mano de enfocarme mucho en los niños”, suma.
-Vos hablás de la importancia de contar lo que está sucediendo en el país. Si tuvieras que resumir qué es lo que está pasando hoy, ¿qué me dirías?
-Bueno, la realidad de hoy es la misma que venimos arrastrando de manera creciente hace un montón, y es que hay un montón de familias que viven afuera del sistema, algunas totalmente afuera. Por ahí en salud están bien, pero no tienen escolarizados los chicos o viven situaciones de violencia extrema, o no tienen herramientas para trabajar: no saben leer, no saben escribir. Hay un ejército de gente que vive así. De niños que crecen con muchas ganas, pero se transforman en adolescentes que miran al costado y no ven ninguna oportunidad, y entonces terminan o en la droga o en el consumo del alcohol, ¿por qué? Porque no pueden soñar. No es algo nuevo lo que tenemos para contar. Pero lo que puedo decir es que hay formas de resolverlo: se resuelve aportando un granito de arena, votando mejor, poniendo sobre la mesa lo que pasa y trabajando colectivamente, no peleándonos y echándonos la culpa entre los argentinos, sino siendo más humanos cada uno desde el lugar en el que está.
María Nöllmann