Pbro. Jorge H. Leiva
Cuatro virtudes
Desde la antigüedad los pensadores y las distintas culturas trataron de determinar cuáles eran las verdaderas virtudes morales que se necesitan para ser felices, personal y comunitariamente. Una de la “lista de virtudes” que trascendió es la llamada de las “virtudes cardinales”. Se trata de la templanza, la prudencia, la fortaleza y la justicia. En la Sagrada Escritura aparecen también en el libro de la Sabiduría 8,7: “Si amas la justicia, los frutos de la sabiduría son las virtudes, porque ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, las virtudes más provechosas para los hombres en la vida”.
¿A qué llamamos virtudes? Son hábitos permanentes que dan cierta forma a las almas y a las comunidades para realizar con cierta facilidad actos buenos. Todo lo contrario son los vicios que son los actos malos.
Pero las virtudes no son actos buenos aislados, sino con permanencia en el tiempo y en el conjunto de las actitudes que brotan de la inteligencia, la voluntad y la afectividad. Por eso, como “una golondrina no hace verano”, por el hecho de que una vez en la vida yo haga una obra de justicia no me transformo de inmediato en una persona justa.
¿A qué refieren esas cuatros virtudes? Con la templanza se modelan los placeres; con la prudencia se determina cómo aplicar criterios intelectuales abstractos en situaciones concretas para obrar conforme a la verdad, al bien y la belleza; con la fortaleza se rechaza y supera las grandes dificultades que se oponen o que impiden la realización del bien con energía de ánimo según el orden de la razón; con la justicia aparece la firme disposición de dar a cada uno lo que le corresponde en el momento adecuado.
Las virtudes, además, tienen un “justo medio”, por el que -según Aristóteles- la recta razón del hombre prudente decide y determina una posición intermedia entre el exceso y el defecto, el cual apunta al equilibrio.
Por ejemplo, no es prudente andar a 200 km por hora en la ruta ni tampoco a 20; es justo reprender a un niño y ponerle límites, aunque no dañando su persona. A todos nos hace bien saber que se hace justicia con los delincuentes, pero es necesario que la sanción sea proporcional al delito: ni más ni menos, es decir, en su justo medio. Es bueno el placer de la afectividad y la sexualidad, de la comida y la diversión, pero todo en su justa medida observando, entonces, la temperancia y la moderación.
La valentía es el justo medio entre la cobardía y la temeridad: de esta manera, quien nunca en su vida se decide a llevar adelante nobles y altos proyectos propende a la cobardía, sin embargo, quien quiere escalar el Aconcagua sin ser andinista se inclina peligrosamente a la temeridad con una exposición excesiva e innecesaria al riesgo, sin medir las consecuencias.
El hombre prudente -además- sabrá reconocer los momentos adecuados para obrar o dejar de obrar, para hablar o callar: a esta habilidad la llamamos “circunspección”. Es que a veces nos proponemos nobles desafíos, pero “a destiempo”.
Digamos, también, que las cuatro virtudes son como hermanitas que vas juntas de la mano, como cuatro aromas que se inhabitan, como sabores que se distinguen pero se conjugan. Así, por ejemplo, quien -por falta de templanza- se desordena en los placeres de la afectividad tarde o temprano termina cometiendo injusticias, como le pasó a David cuando se apropió de la mujer de Urías: tapar su miseria lo precipitó a la muerte, según relata la Escritura.
Señalemos, por último, que los que somos creyentes sabemos que a esas virtudes las sembramos en nuestro corazón, pero también las pedimos como lluvia benéfica del cielo; las buscamos como tarea cotidiana y la suplicamos como dádivas, que vienen de lo Alto.