por Santiago Joaquín García
Desaparecer en Gualeguay
Con motivo de haberse cumplido un nuevo aniversario del Golpe de Estado más sangriento que conoció nuestra historia reciente, compartimos una crónica sobre el pasado, el presente y el futuro.
Aquella noche Miguel terminó de trabajar en su consultorio y marchó hacia la casa de sus padres donde lo esperaban su esposa y su nena chiquita. Caminó una cuadra desde Corrientes hasta Schiaffino y siguió derecho rumbo al norte, hasta la esquina de Martín Fierro, donde se erigía la casa familiar. Antes de llegar, se dio cuenta de que algo pasaba. Un enorme despliegue de vehículos militares, que incluía desde unimogs hasta autos particulares, estaban detenidos en la puerta de la casa de sus padres. Entró a las apuradas y se encontró con un anticipo del horror.
“Habíamos terminado de cenar y yo estaba limpiando la cocina. Golpean la puerta y enseguida entra gente armada, una cantidad de armas como nunca vi en mi vida” –cuenta Ana.
La casa ocupaba un cuarto de manzana, con esas típicas galerías rodeadas de dormitorios, y en aquel entonces albergaba a diecisiete personas. La encargada de la cocina era la madre de Miguel que tenía mucha mano para eso. Hacía mucho frío el 18 de julio de 1978, así que después de comer, se amucharon cerca de la estufa a leña, donde los sorprendió el grupo de tareas que ingresó a la casa con fusiles y armas largas. Dos estaban de traje y los demás de civil, con jeans y gorritas. Casi en simultáneo, a las apuradas, entró Miguel.
“Mi cuñada mandó a una de sus hijas para que cuidara a Victoria, que dormía en una canastita en la cama matrimonial con nosotros. La semana siguiente cumplía un año. La nena que no tendría más de ocho años se acostó en la cama y se abrazó a la bebé” –recuerda Ana.
La madre de Miguel se frotaba las manos junto a la chimenea con un nerviosismo cada vez mayor hasta que se desmayó. Cuando Miguel se acercó para asistirla, uno de los secuestradores le apuntó con la bayoneta y le dijo: “Ahora te acordás de tu madre, hijo de puta. Ni la toqués”. Una de las mujeres pidió a los torturadores si podía sacar a los chicos. Le contestaron que no: “Que se queden para que también vean esta película”. En el medio de ese caos, le ordenaron a Ana que lleve una muda de ropa porque se los llevaban detenidos.
“Dicen que tiré el placard entero para sacar dos cositas, pero yo no me acuerdo” –cuenta.
La noche más larga
Antes de que partieran detenidos en el Unimog, el padre de Miguel se paró en el medio de la calle, frenando los vehículos con su cuerpo y suplicó que le dijeran a dónde se los llevaban. Le informaron que a Paraná y partieron. Hicieron una parada de un par de horas en el lugar que hoy se encuentra la Comisaría Primera de Gualeguay y siguieron rumbo a Paraná. Miguel tenía una camisa roja con rayitas blancas, “bien de presidiario”, bromea Ana. Ella tenía un sweter de lana, pantalones y unas botas. En una bolsa metió un calzoncillo para Miguel, ropa interior para ella y un jumper que usaba desde el embarazo.
Viajaron en el Unimog a Paraná acostados con los ojos vendados. “A mí me parece que pasaron siglos, porque no sabía qué pensar”, recuerda Miguel. En algún lugar del recorrido subieron a otro detenido que estuvo en la celda contigua a la de Miguel y al día de hoy continúa desaparecido. Al llegar a Paraná los trasladaron a dependencias del Ejército. Ahí pudieron averiguar que el jefe del grupo de tareas que los había secuestrado, y se hacía llamar Navarro, en realidad era el Teniente Coronel Paulo Alberto Navone, al que lograron identificar años después.
Interrogatorios y confusiones
Apenas llegaron a Paraná, Ana pidió ir al baño porque no daba más. “Me acompañó uno que se puso de espaldas, pero la puerta del baño la dejaron abierta”, recuerda. De ahí la llevaron a un calabozo en el que la dejaron sola, y en otro alojaron a Miguel.
“Me colgaron de las muñecas, no llegaba a alcanzar el piso con los pies” –recuerda Miguel.
Los torturadores emplearon las mismas técnicas psicológicas que en todos los Centro Clandestinos de Detención. A Ana le mostraron una carta manuscrita por Miguel, y le dijeron que había confesado todo. Lo mismo hicieron con Miguel.
“Sabían que yo había sido seminarista, sabían absolutamente todo de mí, pero de chico, que había estudiado de cura; lo que les faltaba era la actualidad” –recuerda Miguel.
Empezaron a insistir con un dato equivocado. Que ambos habían estudiado y habían militado en La Plata, lo cual era falso, porque habían estudiado en la UBA. Al darse cuenta del equívoco, Ana explotó:
“Si tengo que decir si alguna vez me broté en la vida, fue esa (...), primero hablé, pero después les grité: ‘Yo no soy esa persona, usted me va a escuchar’. No sé si fue la forma en que lo afirmaba, pero dudaron”, cuenta. Eso les salvó la vida. “Me llevan al calabozo, y uno me agarra del brazo y me dice: ‘Señora, si la llevamos con su marido, ¿usted va a estar más tranquila?’. Dije que sí, y me llevaron a la habitación donde estaba Miguel”.
Durante los días de detención Ana no pudo probar bocado. Les daban de comer una especie de guiso compuesto por una mezcla de zapallos, zanahorias, papas, que se amalgamaba y formaba una masa espesa. “Yo sí que comí”, bromea Miguel. El padre de Miguel, acompañado por dos cuñados, se presentó en las dependencias del Ejército y exigió que los dejaran en libertad. Navone, atajándose por las posibles consecuencias, pidió disculpas y se excusó: “A veces nos equivocamos”.
El pecado mortal
En el libro recientemente editado por la APDH Gualeguay, llamado “La verdad es hija del tiempo”, Ana y Miguel confiesan “su delito”, a pesar de la equivocación.
“Estuvimos en una agrupación de la Facultad de Odontología de la UBA que se llamó Unión Estudiantil. Esa agrupación ganó un centro de estudiantes que siempre estuvo en manos de la ultraderecha”, recuerdan y siguen: “En Odontología no había materias nocturnas, era una carrera imposible para los trabajadores. Ahí conocí a Miguel, éramos compañeros en el último año”. Esta agrupación tuvo la osadía de cuestionar el statu quo: “Para estudiar era necesario ser hijo de papá odontólogo, médico, o tener mucha pata (…) Tenía compañeros que iban a estudiar en BMW, en Mercedes Benz y los estacionaban en la vereda de la Facultad”, recuerda. La agrupación durante su corta vida logró algunas cosas importantes: “Se consiguieron las cátedras nocturnas, becas, se creó una cooperativa de insumos que empezó a funcionar como podía “. Cuando los militares tomaron el poder por la fuerza, todos esos derechos fueron arrasados a punta de pistola.
Memoria, Verdad y Justicia
A pesar de la liberación, las cosas no fueron fáciles para Ana y Miguel. Los torturadores les ofrecieron cargos públicos si ellos colaboraban delatando personas de Gualeguay. Desde luego, no lo aceptaron. También los obligaron a llamar a Navone cada quince días para informarle novedades.
“Un par de veces llamamos, les dijimos que habíamos quedado muy mal, muy replegados socialmente, que no estábamos al tanto de nada (…) y después no llamamos más. Una vez, ya en democracia, en Paraná, con las nenas chiquitas, entré en un bar, y había uno de los tipos que me había levantado de Gualeguay, con la misma gorrita, camperita de jean, la misma pinta; nos miramos y nos reconocimos, esto fue a principios de los 80, habían pasado unos cinco años (…) Cuando nos enteramos que empezaron los juicios en Paraná, le digo a Miguel: ‘No sé vos, pero yo quiero ir a escuchar para ver qué pasa’. Fuimos. Estaban los familiares, ex detenidos, y los imputados. Pregunté: ‘¿Hay implicado un tal Navone?’ Alguien me mira y me dice: ‘¿Vos lo conocés?; Sí, yo creo que sí, es el que manejó el operativo que nos sacó de Gualeguay. Y entonces me informan: estaba citado a declarar, cuando se enteró estaba en Córdoba, y se pegó un tiro. Estaba implicado en el robo y venta de bebés. Nos dijeron que se suponía que lo obligaron a pegarse el tiro’.
Ana y Miguel tuvieron que aguantar el desprecio de algunas personas y una suerte de exilio en su propia tierra. Incluso algún pariente les recomendó que se fueran a vivir a otro país después de su detención. No sólo se quedaron, sino que forman parte de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) de Gualeguay. Este viernes 24 de marzo que pasó, entre otras cosas gracias a la película ‘Argentina, 1985’, hubo muchas personas en torno al Reloj del Sol, en el acto oficial. Casi cuarenta años después del Juicio a las Juntas, hay muchos funcionarios y ex funcionarios que todavía no entienden que el pueblo también dijo, de una vez y para siempre, Nunca Más.