Pbro. Jorge H. Leiva
Huesos rotos
Una estudiante le preguntó una vez a la antropóloga Margaret Mead-estadounidense fallecida en 1978- cuál consideraba que era la primera señal de civilización en una cultura.
Seguramente que la joven esperaba que la antropóloga hablara de anzuelos, cuencos de arcilla o piedras para afilar, pero no. Doña Margaret Mead aseveró que el primer signo de civilización en una cultura antigua es la prueba de una persona con un fémur roto y curado.
La especialista en Antropología explicó que, en el resto del reino animal, si te rompes la pierna, mueres. No puedes huir del peligro, ir al río a beber agua o a cazar para alimentarte.
De esta manera, te conviertes en carne fresca para los depredadores. Lo cierto es que ningún animal sobrevive a una pierna rota el tiempo suficiente como para que el hueso sane. Indudablemente, un fémur roto que se curó es la prueba de que alguien se tomó el tiempo para quedarse con el que cayó, curó la lesión, puso a la persona a salvo y lo cuidó hasta que se recuperó.
«Ayudar a alguien a atravesar la dificultad es el punto de partida de la civilización», explicó la célebre profesora. La civilización es una ayuda comunitaria. Margaret Mead se había dado cuenta de que no puede haber verdadera convivencia humana capaz de generar proyecto comunitario a largo plazo si no hay solidaridad con el caído, con el pobre. Como consecuencia, tampoco hay verdadera peregrinación si un pueblo no se detiene a esperar al que se quedó en el camino. Quizá, entonces, nuestra civilización esté en crisis justamente porque si tu fémur está roto y no tenés dinero o vivís en un estado donde todo está privatizado casi nadie se detenga a ayudarte, pues pareciera que están en vía de extinción las Madres Teresas que levantan a los caídos pobres del camino y, pareciera también, que la multitud pasa distraída mirando la pantalla de su celular.
Cuando un hombre mata, como sucede hoy a menudo, agrede a un ser humano porque sí, una civilización está perdiendo su elemental substancia y su belleza. En el mundo en el que vivimos, tan lleno de pantallas y también tan herido por el narcisismo y la autorreferencialidad, no hay tiempo para constatar los huesos rotos del hermano o para detenerse y ayudar a curarlos. Pareciera que se están perdiendo las benditas lágrimas de la empatía con plegarias, pidiendo al cielo un nuevo soplo para que- como le pasó al profeta Exequiel en el destierro- se haga verdad la profecía y los huesos renazcan. Este es el testimonio del santo profeta: “Entonces el Señor me dijo: «Convoca proféticamente al espíritu, profetiza, hijo de hombre, Tú dirás al espíritu: Así habla el Señor: Ven, espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que revivan». (Ez 27, 9).
Sin embargo, hay que decir también que si querés ser profeta de una nueva civilización, tendrás que empezar por encontrar a los que en tu camino tienen el fémur roto y que cuando lo hayas encontrado- por casualidad o porque los buscabas-, en vez de revolar como buitre tendrás que dedicarte a entablillar huesos y luego esperar, con la ternura que da la paciencia, a que el tiempo ayude a sanar a los caminantes.
Nota: Otros antropólogos dicen que los vestigios de la existencia de una civilización se notan en la presencia de los cementerios, ya que sólo los seres humanos damos sepultura como muestra de compasión con ese último signo de fragilidad que es la muerte. Pero ese es otro tema.