Pbro. Jorge H. Leiva
La esperanza y el hambre de la piel
Hace un tiempo en un portal católico salió un artículo con el siguiente título: “Hambre de piel: por qué los abrazos y caricias son tan necesarios”. La autora, llamada Monika Burczaniuk, decía que la falta de caricias y de abrazos tiene consecuencias más graves de lo que pensamos. Los expertos hallan razones por las que se hacen imprescindibles en la vida humana (…) La pandemia prolongada nos ha demostrado que somos increíblemente necesarios para los demás, no sólo ayudándonos espiritualmente online, sino también, y –quizás- sobre todo, también estos años vividos nos han demostrado que, si bien tenemos la multiplicación de contacto de redes sociales, sufrimos sin embargo la creciente lejanía de los sujetos atemorizados por “el miedo al otro”.
Además, afirma la investigadora que esta carencia de caricias y de abrazos “Gradualmente, provoca pérdidas emocionales: ansiedad, inseguridad, irritabilidad, depresión. También afecta gravemente la autoestima, aumenta la soledad, aumenta el estrés y te priva poco a poco de alegría y energía.
Este fenómeno incluso se conoce como «hambre de piel», y aunque el sexo puede satisfacerlo, esta hambre no es una necesidad sexual. Se trata de algo completamente diferente: es usar un órgano como los riñones o los pulmones. Porque si bien es posible vivir sin sexo, la intimidad insatisfecha en cada etapa de la vida tiene consecuencias deplorables”.
En este año dedicado a la esperanza digamos entonces que no hay nada más desesperanzador que la carestía de los afectos físicos porque nos precipita a la sensación de desamparo, de aislamiento y de destierro.
En consecuencia, nada más esperanzador que el tierno abrazo del papá a su hijo pequeño y de la mamá que amamanta. Nada más benéfico que la ternura de los esposos que engendra el milagro de la vida; el abrazo de los amigos que se reencuentran y el de los hermanos que se reconcilian. Nada más puro que el abrazo de un niño a su abuelo anciano y enfermo; el del saludo de la paz en celebraciones religiosas y el de los que sin conocerse festejan el campeonato mundial en la plaza.
Pero, también, tenemos que advertir: ¡qué peligrosos son los abrazos del don Juan que seduce sin comprometerse, el de los padres que sobreprotegen, el de los demagogos que prometen y no cumplen! Y ¡qué peligroso es el de Judas que entrega con un beso al Amigo Divino por 30 monedas, el del manipulador que abraza para no soltar y esclavizar, el del que pasa el brazo por la espalda para clavar el cruel puñal! ¡Qué duro es el abrazo que genera ilusiones vanas y no auténticas esperanzas a corto mediano y largo plazo!
En definitiva: el abrazo es un patrimonio de la humanidad que ha quedado en “permanente estado de observación” luego de la caída original porque somos cristales valiosos, pero frágiles, llamados a cuidar mutuamente nuestra fragilidad, invitados a custodiar la soledad del otro en cuanto otro sin invadirla.
Habrá que, por un lado, soportar en medio del desierto el “hambre de piel” y, por otro, cultivar el corazón puro que nos permita abrazarnos sin aprisionarnos, acunarnos sin estrujarnos, para enviarnos mutuamente a cumplir nuestra misión. Porque el abrazo es nido que nos prepara para el vuelo.
Decía el papa Francisco un tiempo atrás a manera de testimonio personal: “Dios tiene tres atributos que a mí me gustan, pero son de él: la cercanía, la misericordia y la ternura”.
¿Seremos en esta semana portadores de los abrazos tiernos dados sobre todo con el alma para sembrar esperanzas?