Jorge Eduardo Lozano
La soledad derrotada... ¿o casi?
Recorriendo la Provincia de San Juan notamos que gran parte de nuestro territorio es desierto. El Papa Benedicto XVI utilizó con frecuencia esta imagen geográfica aplicándola a los desiertos interiores.
En ambos casos debemos cuidarnos de tres engaños peligrosos.
El primero es el espejismo. Parece que el oasis está ahí nomás. Gastamos fuerzas, nos cansamos y cuando llegamos no hay más que arena. Nos puede suceder al confiar en falsas promesas o fantasías de paraísos imaginarios. Estos nos llevan a la frustración y al fracaso.
Otro riesgo que tenemos es el del agua contaminada. Nos calma la sed, pero nos va enfermando casi sin darnos cuenta. Nos ubicamos aquí cuando entablamos relaciones tóxicas o ambiguas, aceptamos vivir de las apariencias, ocultamos la verdad a los amigos.
Y el peor es el del agua envenenada, que nos lleva prontamente a la muerte. La droga, la violencia, el rencor nos infectan la vida y son un tobogán a la destrucción.
En torno a 1882 Friedrich Nietzche escribió su obra “Así habló Zaratustra”. Fijate lo que expresa este filósofo y poeta: “El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”. Nos habla de una realidad interior dinámica, en movimiento. Se expande, avanza, va ganando terreno.
Para él el desierto es un espacio estéril y sin esperanza, que lleva a la apatía y el adormecimiento. Si prestamos atención, mucha gente hoy experimenta esta sensación. Es necesario cuidarnos del nihilismo quejoso y escéptico, así como del desánimo y el desaliento.
Francisco nos dice que disponemos de avances tecnológicos que nos hacen estar conectados todo el tiempo, y sin embargo “estamos más solos que nunca”. Una de las mayores angustias que padece la humanidad es la soledad.
Este jueves que pasó, el Papa convocó al Jubileo del 2025 con una carta —llamada Bula— titulada “La esperanza no defrauda” tomado de una carta de San Pablo. Aquí nos dice Francisco: “En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad”.
La soledad no se supera estando entre multitudes, sino más bien contando con un amigo, un confidente, un compañero de camino. Este fin de semana estamos celebrando la Solemnidad de Pentecostés, la gran fiesta del Espíritu Santo. San Basilio dice que el Espíritu Santo fue para Jesús en la vida terrena “el compañero inseparable”.
Cuando nos cuesta hablar con alguien o somos visitados por la angustia, veamos al Espíritu Santo como “suave alivio en las fatigas” y “consejero admirable”.
Él va serenando nuestro interior, “riega nuestra aridez, cura nuestras heridas”. Por eso Jesús en el Evangelio nos hace una promesa sorprendente: “El que tenga sed, venga a mí y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en Él”. (Jn 7, 37-39)
El soplo del Espíritu Santo es expresión de comunicar lo más íntimo de Dios, que a la vez es lo más vital. Es aliento de vida. “¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre, sino el espíritu del mismo hombre? De la misma manera, nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios.” (I Cor 2, 11)
Vivimos atrapados por la prisa. Apurados sin sentido. El Espíritu Santo nos da quietud y nos hace disfrutar de paz interior. Nos enseña Francisco en la Bula: “Estamos acostumbrados a quererlo todo y de inmediato, en un mundo donde la prisa se ha convertido en una constante. Ya no se tiene tiempo para encontrarse, y a menudo incluso en las familias se vuelve difícil reunirse y conversar con tranquilidad”.
Podemos afirmar con toda certeza, “¡El desierto florecerá…!” (Isaías 35, 1-10)
Sabemos que “la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado”. (Rm 5,1-2.5)