Pbro. Jorge H. Leiva
Orar, escuchar, caminar
Todo el Pueblo de Dios, en compañía de sus Pastores y de sus consagrados, ha emprendido -por disposición del sucesor de Pedro- un itinerario de “sínodo”: sabemos que este término significa “caminar juntos”. Y en este sendero de “sinodalidad” se insiste mucho en la actitud de “escucha”.
Nos puede ayudar mucho la oración que pronunció Salomón, hijo de David, cuando comenzó su gestión de rey de Israel allá por el 965 (A. C.) “Tu siervo-rezaba- está en medio de tu pueblo, el que tú te elegiste, un pueblo numeroso, que no es posible contar ni calcular. Concede, pues, a tu siervo, un corazón que escuche a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal. Cierto, ¿quién podrá hacer justicia a este pueblo tuyo tan grande?» ¿Cómo podría el monarca trabajar en favor de su pueblo que era Pueblo de Dios sin dejarse “asesorar” por las voces del cielo?
Hoy, que tenemos tantas voces resonando en medio de ese diccionario a veces dislocado que es nuestra cultura mediática, en esta “fábrica de aislamiento” que tanto perjudica sobre todo a los más frágiles, se hace cada vez más urgente la actitud de la escucha: hacernos escuchar y también oír a nuestra gente.
Pero hay un signo muy llamativo: mientras necesitamos cada vez más escuchar y ser escuchados, aumentan los riesgos de las sorderas (las del cuerpo y las del alma) adquiridas por el uso indebido de los aparatos. En efecto: En el sitio “Argentina.gob.ar” se nos advierte acerca del peligro de exponerse a un ruido excesivo, mientras que la OMS recomienda un límite de 65 decibeles. Esta circunstancia puede producirse en el puesto de trabajo, si está relacionado con maquinaria ruidosa o explosiones, o durante actividades y eventos recreativos en bares, discotecas o conciertos, donde se alcanzan a veces los 110 decibelios. También -agrega el informe- puede ser perjudicial “usar los auriculares para escuchar música a un volumen excesivamente alto”. Es particularmente significativo cómo hay fiestas que -según me dijeron- fueron arruinadas por los sonidistas con sed de protagonismo y con alarde de tener infinitos decibeles. ¡Todo un signo de los tiempos!
Entonces, tanto en la vida laboral y, sobre todo en la familia, en el Pueblo, en las reuniones de los servidores de los obispos y en la ciudad es necesario cultivar la capacidad del silencio para la escucha y la capacidad de callar. Urge que con cada vez más atención oigamos las voces del propio corazón, de la creación, la de los hermanos y, finalmente, –por supuesto- la de Dios.
Recuerdo aquí, en este punto, la bella poesía de Horacio Ferrer, letrista uruguayo que compuso bellas canciones con Astor Piazzola: “Mi casa es donde canto/ porque aprendí a escuchar/ la voz de Dios que afina/ en cualquier lugar./ Ecos que hay en las plazas/ y en las cocinas/ al borde de una cuna/ y atrás, el mar”.
¿Cómo cultivar la capacidad de escucharnos? ¿Cómo dejar de aturdirnos para aprender en la “casa del corazón” la voz de Dios que afina en cualquier lugar? ¿Será posible caminar juntos sin escucharnos? ¿No será que la falta de audición no nos permitirá ser comunidad en “sínodo”?