Pbro. Jorge H. Leiva
Un sínodo en tiempos de guerra
En estos días la Iglesia universal está en sínodo: como sabemos el término expresa la idea de una caminata en comunidad. El Pueblo de Dios que camina en familia necesita detenerse a discernir la voluntad de Dios y la necesidad de la gente para cumplir con esa doble fidelidad: a los designios divinos y a las necesidades de las multitudes.
Mientras tanto el mundo se encuentra al borde de la guerra, o quizá en la “tercera guerra mundial a pedazos” que se está transformando en un “verdadero conflicto global” como advertía el Papa Francisco.
Mientras tanto los que creemos en Jesús volvemos a plantearnos- quizá hoy más que nunca y desde nuestras pobrezas- la necesidad de caminar juntos, de trabajar por la paz, de anunciar el evangelio de la vida.
Cabe señalar que algo parecido sucedió en 1962 cuando se celebraba el concilio Vaticano II: se suscitó la llamada “crisis de los misiles” que en torno a Cuba puso al mundo al borde de una guerra nuclear entre Estados Unidos y Rusia.
Mientras tanto estamos viviendo también el mes de las misiones, es decir unas semanas en las que tomamos conciencia de que somos invitados a rezar para que todos los pueblos conozcan el amor de Dios manifestado en el Corazón Traspasado. “Oh Dios, que te alaben los pueblos” dice el salmo.
Para eso es necesario detenernos, demorarnos y contemplar en primer lugar el corazón propio para reconocer las sombras y dejar que entre la Luz de Jesús para celebrarla y anunciarla con alegría y esperanza.
Para eso es necesario meditar y celebrar para hacernos cargos de nuestras agresividades para no proyectarlas en los demás. Es que sólo el que se sabe incondicionalmente amado puede ser instrumento de paz sin caer en los dos extremos, el de la depresión desesperanzada y el de la rebeldía agresiva.
El otro, aunque esté herido por la herencia de la mancha original, no es mi enemigo, no es un lobo que me quiere atacar: es un hermano. Y ante esta realidad, desde el silencio, Dios me vuelve a preguntar como a Caín: “¿dónde está tu hermano?”.
El hermano está cerca de mí manifestándose en su rostro, en una mirada que yo no puedo ni debo manipular porque me trasciende ya que no es un problema (como puede ser el teorema de Pitágoras) es un misterio al que sólo me puedo asomar como al brocal de un aljibe para reflejarme en sus aguas. El otro no está contra mí sino frente a mí como “una huella que ya pasó” y que dejó señales en mi vida.
Pero ¿qué pasa cuando el otro en vez de dejar huellas me dejó heridas y cicatrices frutos de su violencia? ¡Hay que decirlo! ¡No hay vida sin convivencia y no hay convivencia sin perdón y reconciliación! Es cierto que se necesita hacer justicia, pero no es cierto que la venganza sea el camino de la reivindicación. Por eso decía Pío XII en su mensaje radiofónico a los gobernantes en 1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: “Con la paz no se pierde nada. Todo puede perderse con la guerra”. Lo dice la Escritura: “debemos estar dispuestos a escuchar y ser lentos para hablar y para enojarnos. La ira del hombre nunca realiza la justicia de Dios”.
En fin: Estamos en “sínodo” toda la vida porque todos nuestros caminos son un aprendizaje del “arte del encuentro”, porque todo nuestro peregrinar es un discipulado en que nos dejamos formar en la escuela de la paz. La “tercera guerra mundial a pedazos” nos exige la oración y el aprendizaje de la paz no a pedazos sino con la constancia de la siembra.
Los creyentes en Jesús aprendemos en su Corazón manso y humilde celebrando y orando porque Él es el “Príncipe de la paz” según las antiguas profecías.