Juan de Garay, compitió en los Juegos Panamericanos
Juan de Garay abandonó el colegio para ayudar a su madre en un comedor y ya lleva 13 años haciendo programas gastronómicos en televisión
Juan de Garay se le pueden llenar los ojos de pasión mientras mira cómo arde en la parrilla su corte preferido, el ojo de bife, así como también se deja seducir por un avocado toast de palta y tomate. Tan recio al liderar su rodeo de Angus como manso por las mañanas durante su clase de yoga ashtanga. Sereno padre de tres varones en su hogar, débil ante la seducción de Carina Zampini en televisión. Christian Petersen, chef de las mil máscaras, no va para donde lo lleva el viento. Todo lo contrario: vive con mucha intensidad.
“A mi madre siempre le gustó la gastronomía, aunque en esa época era raro que una señora de zona norte se dedicara a cocinar. Trabajaba viernes, sábado y domingo. Cuando yo tenía diez años murió mi padre, ella quedó viuda y ese laburo, que era más que nada un hobby, pasó a ser su vía de sustento. A los 16 años dejé de estudiar y empecé a ayudarla en sus comedores”, cuenta a Teleshow el “restoranteur”, como prefiere definirse.
Ese fue el punto de partida de una carrera que llegó a lugares inimaginables. Se formó en los Estados Unidos, España y Francia, donde trabajó en el hotel Ritz y en Le Cordon Bleu. Hace 13 años que tiene programas gastronómicos en la televisión de cable y junto a sus dos hermanos, Roberto y Lucas, manejan varios comedores, producen catering para eventos y son dueños de un restaurante en San Isidro. Cocinó para casi todos los presidentes desde el regreso de la democracia. Por estos días está en la cresta de la ola: su popularidad escaló a pasos agigantados desde que forma parte del jurado del reality El gran premio de la cocina, por El Trece.
—Nuestra madre siempre decía que éramos descendientes de Juan de Garay y nunca le creímos. Pero hace poco empezó a tener problemas de salud y con mis hermanos dijimos “bueno, vamos a ver si era verdad”. Empezó a sacar libros y resulta que de nuestro lado materno somos parientes del teniente coronel Ladislao Martínez, que a su vez es descendiente de Juan de Garay, y estuvo en una de las columnas que cruzaron la Cordillera de los Andes con San Martín. La familia Martínez, luego, funda San Isidro, de donde somos nosotros. En una plaza de Mendoza hay una estatua de Ladislao Martínez. La última vez que estuve en la ciudad fui especialmente a verla, y conseguí un libro de mi tatara tatara no sé cuánto abuelo.
—¿Qué recordás de esa infancia en San Isidro?
—Muy tranquila, divertida y con mucho deporte. Mi padre se murió de cáncer cuando yo tenía 10 años, chupaba mucho y no se cuidaba, era otra época. Era de esos tipos que nunca fueron al médico. Le agarró la enfermedad y al mes se murió. Cuando sucedió, mi madre tomó la postura de “todo continúa, no hay mucho tiempo para la tristeza”, y como que se escondió un poco el tema. Lo que nos sigue sorprendiendo a mis hermanos y a mí, ahora que somos grandes, es que a pesar de que murió cuando éramos tan chicos tenemos incorporadas muchas cosas suyas: ese espíritu de pasarla bien, no desperdiciar un día por pavadas, vivir y dejar vivir. Pero por sobre todas las cosas, su legado es que “los hermanos sean unidos” y la cultura del trabajo.
—¿Por la muerte de tu padre tuviste que empezar a darle una mano a tu mamá?
—Sí. Mi hermano más grande (Roberto) era como el mejor alumno del colegio pero mi hermano más chico (Lucas) y yo éramos más revoltosos. A los 16 me echaron y ella nos dijo “se ponen a trabajar”, así que empezamos con ella. Primero en el comedor del colegio Marín en Tigre y en el del Club Náutico de San Isidro. Tiempo después estudié mucha cocina e hice varios cursos de administración y hotelería, pero terminar el colegio es una asignatura pendiente. Mis hijos siempre me lo recuerdan: creo que la educación es la base de todo, te abre mejores caminos y te da herramientas.
—¿Por qué te considerás un “restoranteur”?
—Quizás algunos cocineros se enojen, pero mi madre me enseñó que en mi trabajo lo más importante es tener actitud de servicio. Con mi equipo decimos que cocinar rico lo hace cualquiera, el tema es atender bien a la gente para transformarle el ánimo, interpretar sus gustos y generar empatía. Eso hace a una buena persona y un buen cocinero.
—¿Cómo se dio el paso del comedor de los colegios a la televisión?
—Cuando tenía 22 años, más o menos, había un concurso de cocina que se llamaba Jóvenes Chefs Argentinos, organizado por Miguel Brascó, con el Gato Dumas como jurado. Fuimos con mis hermanos y ganamos. A un productor le divirtió esto de los hermanos que cocinan juntos y que, a diferencia de otros cocineros televisivos, nosotros ya trabajábamos en restaurantes y comedores. Nuestro trabajo verdadero era estar en la cocina, por eso la tele siempre fue un hobby, una vía de acercarnos a la gente y hacer marketing. Es el único momento en el que puedo cocinar con mis hermanos, tirar nuevas ideas y mostrarme como soy.
—Primero trabajaste en Utilísima y hace ya más de una década que con tu hermano empezaron con “Los Auténticos Petersen” en El Gourmet. Pero supongo que tu vida habrá cambiado hace dos años, cuando arrancaste con “El gran premio de la cocina”.
—Al principio, cuando me llamaron, no me gustó mucho la idea. Los veía a Christophe (Krywonis) y a Donato (De Santis) haciendo de malos en otros programas de cocina y la verdad que no es lindo. Pero por otro lado me dijeron que era por tres meses y me interesaba el desafío, así que pedí permiso en El Gourmet, me dieron el OK y me lo tomé como si fuese un curso para aprender a trabajar mejor en televisión. Nunca había salido en un canal de aire. La verdad que me encantó desde el principio.