Pbro. Jorge H. Leiva
Arrupe: comunión en Hiroshima
El jesuita Pedro Arrupe estaba en Nagasaki (Japón) cuando estalló la bomba atómica en aquel fatídico agosto del 1945, cuando la segunda guerra llegaba a su fin: Este sacerdote recordaba “… a una muchacha japonesa de unos 18 años la había bautizado yo tres o cuatro años antes y era cristiana fervorosa: comulgaba diariamente en la misa de 6,30 de la mañana, a la que venía puntualmente todos los días.
Después de la explosión de la bomba atómica de Hiroshima, recorría yo un día las calles destrozadas, entre montones de ruinas de toda clase. Donde estaba antes su casa-recordaba el curita-descubrí como una especie de choza, sostenida por unos palos y cubierta con hojas de lata: me acerqué y quise entrar, pero un hedor insoportable me echó hacia atrás. La joven cristiana -se llamaba Nakamura- estaba tendida sobre una tabla un poco levantada del suelo, con los brazos y piernas extendidas, cubierta con unos harapos chamuscados. Las cuatro extremidades estaban convertidas en una llaga, de la que emanaba pus. La carne requemada apenas dejaba ver más que el hueso y las llagas. Así llevaba 15 días sin que la pudieran atender y limpiar, comiendo sólo un poco de arroz que le traía su padre también mal herido.
(…) Anonadado ante tan terrible visión no sabía qué decir. Al poco tiempo Nakamura abrió los ojos y, al ver que era yo quien estaba allí sonriéndole, mirándome con dos lágrimas en sus ojos y en un tono que nunca olvidaré, me dijo, tratando de darme la mano: ‘Padre, ¿me ha traído la comunión?’. ¡Qué comunión fue aquella, tan diversa de la que por tantos años le había dado cada día! Olvidando toda pena, todo deseo de alivio corporal, Nakamura me pidió lo que había estado deseando durante dos semanas, desde el día en que explotó la bomba atómica: la Eucaristía, Jesucristo, su gran consolador, al que ya hacía meses se había ofrecido en cuerpo y alma para trabajar por los pobres como religiosa. ¿Qué no hubiera yo dado por obtener una explicación de aquella experiencia de la falta de la Eucaristía y de la alegría de recibirla después de tantos dolores? Nunca había tenido la experiencia directa de una petición semejante ni de una comunión recibida con tanto deseo. Nakamura murió poco después”.
Cada uno de nosotros puede ser Nakamura, heridos por las miserias humanas de la guerra o de otros fracasos y, como ella, cada uno de nosotros está llamado a tener hambre de la Comunión; pero también cada uno de nosotros puede ser como ese jesuita repartiendo pan en las calles (sin olvidar que necesitamos cada vez más quienes repartan Hostias, Panes de Eternidad). Pero también yo puedo llegar a ser como aquel aviador que sobrevoló la triste ciudad de Japón. Y si fui preservado de ser un sujeto que tira bombas atómicas es por pura gracia y es porque la Providencia puso junto a mí ser buena gente que me enseñó la cultura de la paz.
Por lo tanto, ahora cultivaré el firme propósito de ser servidor y educador en la paz allí, donde la vida me haya puesto; y a esto lo haré con paciencia, perseverancia y alegría.
Quienes intentamos seguir a Jesús creemos que “Él es en Persona nuestra Paz (como dice la Escritura) por la sangre de su Cruz”.