Para el Debate Pregón en un nuevo aniversario de la ciudad
De mi muy lejana juventud
Del amplio abanico de mis recuerdos de juventud, de aquellos tan lejanos que cuando los evoco despliegan luces y sonidos, me devuelven música y ecos de voces que creía ya olvidados, hoy se hace presente con notable nitidez el escenario de nuestros encuentros juveniles. El mismo escenario que creíamos exclusivamente nuestro, el que nos parecía que en él cabía todo nuestro mundo, que en él se desarrollaría toda nuestra historia: la bellísima plaza Constitución de mi Gualeguay querido, la que albergó nuestros juegos infantiles, la que nos nutrió de sueños desde nuestra más tierna infancia, la que nos rodeó con su belleza multicolor y nos acunó bajo la fresca sombra de los plátanos y jacarandás. Grandes y chicos disfrutamos de aquellas diferentes tonalidades a medida que las luces de la tarde iban mutando.
Zélika Alarcón de Tamaño
Apenas brillaban las primeras estrellas, los más chicos desaparecían de la plaza y comenzaban a arribar algunos jóvenes, caras queridas, amigos entrañables o aquellos no tan cercanos o no tan jóvenes, pero asiduos concurrentes al único y tradicional paseo. Hoy llega hasta mí la imagen de Alfredo Veiravé, el joven poeta. Sentado en uno de los bancos, en inspiradora contemplación del naciente paisaje nocturnal (seguramente tejía las palabras del primer verso, primeros esbozos de alguna poesía que años después llegaría a publicar), mientras que más allá una pareja de novios buscaría ubicarse en su banco preferido, tal vez frente a la rotonda. Un poco más tarde, ya llegada la noche, mi tío Agustín con sus amigos, los hermanos Campodónico y don Pedro Bolfo, se instalaban en el banco bajo la gran palmera, de espaldas a la rotonda, frente al bellísimo monumento central, homenaje a la Libertad. Ya comenzaban a transitar las jóvenes ataviadas primorosamente con sus mejores galas, las que, caminando por el lado cercano a los bancos, se enfrentaban con los muchachos que marchaban junto a los canteros en sentido contrario, formando aquel desfile de caminata interminable que duraría toda la velada. No sé cuándo comenzó esa costumbre, la sana costumbre que los más viejos llamaban “la vuelta al perro”. Ignoro si nació en Gualeguay o vino de algún otro lugar más lejano. Cuando en vacaciones viajaba a Victoria, a casa de mis abuelos paternos, yendo con mi amiga Mirta, las dos muy jovencitas, descubrí que en la plaza principal también tenían nuestra misma costumbre. Era una tradición y como tal la acepté, sin cuestionarme la razón de la misma. Lo que sí estoy segura, de que en ese constante caminar sobre el veredón central de plaza Constitución que se extendía desde el extremo del mástil sobre calle 1º de Mayo hacia el otro extremo de la plaza, un cantero antes de llegar a la calle Gregorio Morán, nacieron muchos noviazgos, los que se iniciaron en el entrecruzar de miradas y sonrisas. La mayoría concurría infaltablemente los sábados y domingos, pero los más jóvenes y sobre todo quienes vivíamos en las cercanías de la plaza, invierno y verano nos reuníamos, aunque fuera por corto tiempo, para dar la consabida vueltita. No importaba el frío del invierno, nos abrigábamos bien y cumplíamos con nuestro rito. ¿Teníamos mucho que estudiar para algún examen al día siguiente? Pues aunque fueran 20 minutos le robábamos a nuestro tiempo de estudio. Era ocasión para intercambiar apuntes, o simplemente un recreo en nuestras tareas escolares. Esa sana costumbre nunca la suspendimos, ni siquiera en momentos en que lo que correspondía era guardarnos en nuestras respectivas casas.
Recuerdo el duelo nacional por el fallecimiento de Eva Perón. En la Plaza Constitución se erigió una especie de altar al pie del monumento a la Libertad. Se instaló un gran retrato de Evita mirando hacia el sur, bancos de iglesia traídos de la San Antonio, candelabros y flores que la gente fue acercando en su homenaje. Toda la plaza completamente a oscuras, sólo iluminada por las luces de las calles que circundaban la misma. La gente desfilaba ante el altar, rezaba y velaba la imagen de Evita. Con sumo respeto, sin hablar, en profundo silencio, con mis amigas caminamos por los veredones en nuestra marcha habitual. Sólo la actitud era diferente. No desplegamos nuestro andar de siempre, natural y espontáneo propio de los jóvenes. Para nada nos habíamos puesto de acuerdo, nació así, naturalmente. Sólo dimos algunas vueltas y luego nos fuimos cada una a su casa, habiendo cumplido con nuestro rito cotidiano pero, con una nueva mística.