Defender la alegría
Columna escrita de manera semanal por el cura párroco, de la Parroquia San Antonio de nuestra localidad, el Pbro. Jorge H. Leiva
Llegan a mi memoria unos versos de Mario Benedetti: "Defender la alegría como un destino /Defenderla del fuego y de los bomberos/De los suicidas y los homicidas/De las vacaciones y del agobio/De la obligación de estar alegres (...) Y es que, en estos días, en los templos católicos, hablamos de la alegría y la pedimos como un don preciado. Porque como lo decía G.K. Chesterton: "La alegría es el gigantesco secreto del cristiano".
Todos la necesitamos y la buscamos y, sin esa especie de motorcito, nuestra alma y nuestro cuerpo se diluyen ya que, según los científicos, cuando estamos alegres generamos endorfina, la sustancia del gozo que nos devuelve continuamente las defensas.
Pero, a su vez, según el filósofo Aristóteles, "La felicidad depende de nosotros mismos" y, por eso mismo, es una tarea y una conquista. Aunque defender la alegría significa también defenderla de "la obligación de estar siempre alegres" y eufóricos, ya que la vida está hecha tanto de duelos como de gozos perdidos en el pasado y, también, por los que aún no han llegado. Ya se sabe, además, que el gozo de la satisfacción inmediatamente atendida (propio del mundo convertido en supermercado) es una mera sensación inmediata que conduce a las adicciones, es una ilusión que está amenazada constantemente de grandes o menores desilusiones. Porque toda alegría necesita ser purificada para ser profunda: cuanto más profundo es un río menos ruido hace.
Las carcajadas de las fiestas del sexo, droga y reggaetón siempre están amenazadas por la superficialidad y la fugacidad (y por el precio de las entradas). Nadie puede ser feliz si no constató sus límites, porque siempre creerá que sus fuerzas y su sabiduría son superiores a las posibilidades que la vida le ha dado, como decía Epicteto en la antigüedad: "Sólo hay un camino a la felicidad y que es dejar de preocuparse por las cosas que están más allá del poder de nuestra voluntad".
Digamos, por supuesto, que nadie puede ser feliz si no conoció la alegría de amar, la belleza de encontrase con el otro, con el hermano. Por el contrario, la lógica del egoísmo es la del narcisista que sólo se ve a sí mismo en el aburrimiento de lo siempre repetido, del "yo idolátrico". El que ama, "ama al otro en cuanto otro", no como satélite de sí mismo. Y al amarlo de esa manera, descubre la maravilla de lo nuevo día a día: el que se asoma al otro puede descubrir la novedad y la belleza que "irrumpe" a cada instante. Y eso es un anticipo del cielo, dado que como nos dice la carta de Juan: "El que ama ha pasado de la muerte a la vida" y lo complementa Lucas en los Hechos, recordando las palabras de Jesús de Nazaret: "Hay más alegría en dar que en recibir".
Dentro de poco celebraremos la Navidad: pidamos la gracia de celebrarla con gozo (no necesariamente con euforia). Pidamos la gracia, entonces, de estar atentos a eso otro que es el hermano y a ese otro absoluto que es el Altísimo y que se acerca haciéndose bajísimo en un pesebre. Defendamos la alegría, como decía Benedetti..., pero no la de las borracheras sino la del Vino Nuevo.