Por Pbro. Jorge H. Leiva
El Espíritu y la música
El anciano se sentó con su guitarra y ante un numeroso público afinó su guitarra y desplegó las partituras que él mismo había compuesto y escrito.
Ante el silencio ritual del auditorio, interpretó su música. Durante largo rato sus melodías parecían colgadas en un cielo para gozo y reflexión de los oyentes.
De tal manera que la percepción estética de la buena gente quedó grabada en el corazón: cada uno de los presentes experimentó una sensación de verdad, belleza y bondad que, como colgada en el aire, de repente empezaba a adentrarse en las almas. Además, casi sin darse cuenta, quienes estaban en la sala, durante esa velada, se sintieron profundamente unidos en misteriosa e inesperada comunión.
Al final y ante lo indecible de la experiencia, todos hicieron el inútil gesto del aplauso (inútil, digo porque aplaudir no sirve para otra cosa porque es un bien sí mismo). El guitarrista entendió que él mismo era un cooperador de Dios y que, como lo había aprendido en un libro medieval, dicho por el famoso Dionisio en la antigüedad: “no hay nada más divino que ser cooperador de Dios”. Él, como músico, representaba la creatividad de Dios Creador (el Padre) que “crea” desde la nada y que hace surgir sonidos de luz donde sólo existe el vacío. Comprendió, además, que sus partituras eran una “palabra”, como Palabra es el Hijo que se reclina en el seno del Padre Dios, según el prólogo de Juan.
Sus “escrituras” eran un signo de esta “gran Escritura” que son los designios Divinos dados a conocer en Jesús de Nazaret, llamado también “Verbo Encarnado”. Sus papeles eran la materialización de una idea musical, así como la Carne del Hijo es la materialización del Dios invisible.
Por último, pudo ver que la alegría que generó en el auditorio emanaba de su creación y de la lógica encerrada y manifestada en su partitura, en su escritura. Esa Experiencia” que atravesó los corazones y que unió la intimidad con la fraternidad era un signo del Espíritu que todo lo penetra y que está entre el Creador (Padre) y la Palabra (Hijo) como haciendo circular un torrente vivo de caridad. La “sensación de la estética sonora” de la música pasó a ser el signo de la Unidad entre el Creador de la música y su partitura. La “sensación de la estética sonora” también se convirtió en signo de la unidad entre los asistentes a la velada.
La alegría fue muy personal y muy comunitaria a la vez: como es todo en ese gran concierto que es el Pueblo de Dios al que llamamos “iglesia”, es decir, “asamblea congregada”. Y como los defectos en la música no definen a la música comprendió-mientras oía los aplausos- que sus límites y sus errores de interpretación (quizá no advertidos por el auditorio) eran como los “pecados” que, aunque son desafinaciones, no logran desacreditar la armonía final de la obra. Se fue a su casa dándose cuenta de que su concierto había sido Trinitario.
Como se acercaba Pentecostés, la fiesta de la venida del Espíritu Santo que es la melodía del Creador-Padre-Compositor y que tiene como Partitura a la Escritura del Hijo que es Palabra, rezó pidiendo que no falte la experiencia de belleza, verdad y comunión que es cada melodía que resuena en los corazones de quienes forman asambleas en los auditorios musicales. Por eso rezó cantando, mientras decía: “Ven, Espíritu Santo”.