Ortiz
En busca del ginkgo de Juanele
No me cuesta nada definir a Paraná –para rimar con lo que decía Juan L. Ortiz, uno de sus vecinos ilustres– como “la ciudad más linda del mundo”. Ahí están las barrancas del parque Urquiza y la presencia magnética del río para confirmarlo. Hace unos días, en una nueva visita, busqué saldar una deuda: averiguar la precisa ubicación de la casa en que vivió Ortiz (1897-1978), es decir, Juanele. En esa casa, donde pasó los últimos 19 años de su vida, el creador de versos extensos y titilantes, impresos en tipografía deliberadamente diminuta, recibía a los peregrinos que lo habían convertido en motivo de culto. Fue ahí donde lo visitaban Juan José Saer y Hugo Gola, que (antes del túnel subfluvial) cruzaban el río en lancha desde Santa Fe para conversar con él. O donde, poco antes de su muerte, lo encontró Alicia Dujovne Ortiz, para su famosa entrevista publicada en La Opinión
"Quiero aquí, en este lugar, una ventana desde la que se vea el río”, le dijo Juanele al constructor"
Los datos eran escuetos: la casa, por lo que sabía, se ubicaba a metros del Parque Urquiza y en la parte delantera había (de seguir en pie) un ginkgo biloba, ese árbol oriental que Juanele había traído en forma de brote de su viaje a China en los años cincuenta.
La web no lo informa todo, contra lo que se cree: imposible encontrar ahí la dirección, incluso el nombre de la calle, como si un viejo complot literario buscara mantenerla en secreto. Ortiz está considerado uno de los poetas más influyentes (algunos sostienen que el más influyente) de la literatura argentina, pero también la ciudad en que vivió tanto tiempo parece colaborar en el secreto con su moderación. Un centro cultural lleva su nombre y la fuente de la costanera (“La fuente del poeta”) lo celebra con tanta sobriedad que todo el mundo cree que representa en realidad un barco.
Tal vez sea una manera de plegarse a la discreción que signó la vida y obra de Ortiz. O el temor a la sobreactuación localista, porque Juanele, como se sabe, recién se trasladó a Paraná en 1941, cuando su poesía ya había encontrado su tono. Visité hace años la casa de Puerto Ruiz, la localidad cercana a Gualeguay donde nació, y anduve por la propia Gualeguay, donde Ortiz trabajó en el registro civil. Fue solo después de su jubilación temprana que se mudó a Paraná, donde siguió escribiendo, entre tantos libros, El junco y la corriente (que refleja aquel viaje a China) y el poema-río El Gualeguay (que aparecería recién en El aura del sauce, reunión en vida de toda su obra hasta entonces, previa a la actual Obra completa de la Universidad Nacional del Litoral).
En un libro reciente, La casa de los pájaros, Mario Nosotti propone un esbozo de biografía y le presta atención a los distintos lugares en que vivió el poeta. Sobre la casa de Paraná, dice que “este chalet pequeño con piso de alto frente al Parque Urquiza, fue el hogar más pensado, encontrado y elegido por Ortiz”. Se decidió por el terreno, cuenta, por su ubicación. “Quiero aquí, en este lugar, una ventana desde la que se vea el río”, le dijo Juanele al constructor, “lo demás lo piensa usted.” (*)
En la oficina de turismo, pudieron darme al fin algunas señas. Me adelantaron que la casa resultaba irreconocible después de reformada. No encontré nada plausible en la callecita que me indicaron, pero cuando ya me resignaba al fracaso se abrió un portón. Una mujer salió en busca de su perro. No se había escapado ninguno, que yo hubiera visto, pero sirvió para ponerme en el buen camino: lo que buscaba, me señaló, estaba a la vuelta de la esquina. Y así era. No reconocí la vivienda por ninguna placa. Tampoco por las paredes de ladrillos y las tejas rojas, idénticas a las que se veían en fotos del poeta (¿está de verdad reformada?). Ni siquiera por “la calle ancha y curva que se abría frente a la casa”, como describe Saer en un prólogo, que permite, desde esa altura algo ladeada, una vista única del río. El elemento que confirmó que ahí había vivido Juanele –la casa nunca dejó de estar habitada– fue el curioso ginkgo biloba que él mismo había traído de tan lejos. Seguía en su sitio a pesar del paso de los años, como si buscara impedir con su amplia presencia que yo viera y pudiera revelar en esta nota la dirección exacta con la que al fin había dado.
(*) Nosotti da el nombre de la calle (aunque no el número). Lamentablemente no tenía su libro conmigo en Paraná, lo que me hubiera ahorrado unas cuantos malentendidos en la búsqueda.