Pbro. Jorge H. Leiva
Jóvenes de nuestro tiempo
Días pasados tuvo lugar el encuentro diocesano de jóvenes y algunos muchachos y chicas de nuestra ciudad participaron en él. Menos de los que hubiéramos deseado.
Es que los jóvenes y su educación integral son un permanente desafío para nuestra civilización y para la Iglesia. Hace unos años el papa Francisco convocó a un sínodo sobre la juventud del cual brotaron algunas bellas y desafiantes conclusiones del sucesor de Pedro.
Decía el sucesor de Pedro: “Muchos jóvenes viven en contextos de guerra y padecen la violencia en una innumerable variedad de formas: secuestros, extorsiones, crimen organizado, trata de seres humanos, esclavitud y explotación sexual, estupros de guerra, etc. A otros jóvenes, a causa de su fe, les cuesta encontrar un lugar en sus sociedades y son víctimas de diversos tipos de persecuciones, e incluso la muerte.
Son muchos los jóvenes que, por constricción o falta de alternativas, viven perpetrando delitos y violencias: niños soldados, bandas armadas y criminales, tráfico de droga, terrorismo, etc.
Esta violencia trunca muchas vidas jóvenes. Abusos y adicciones, así como violencia y comportamientos negativos son algunas de las razones que llevan a los jóvenes a la cárcel, con una especial incidencia en algunos grupos étnicos y sociales» Muchos jóvenes son ideologizados, utilizados y aprovechados como carne de cañón o como fuerza de choque para destruir, amedrentar o ridiculizar a otros (…)
Todavía son «más numerosos en el mundo los jóvenes que padecen formas de marginación y exclusión social por razones religiosas, étnicas o económicas. Recordamos la difícil situación de adolescentes y jóvenes que quedan embarazadas y la plaga del aborto, así como la difusión del VIH, las varias formas de adicción (drogas, juegos de azar, pornografía, etc.) y la situación de los niños y jóvenes de la calle, que no tienen casa ni familia ni recursos económicos» Cuando además son mujeres, estas situaciones de marginación se vuelven doblemente dolorosas y difíciles.
No seamos una Iglesia que no llora frente a estos dramas de sus hijos jóvenes. Nunca nos acostumbremos, porque quien no sabe llorar no es madre (…) Ese dolor no se va, camina con nosotros, porque la realidad no se puede esconder. Lo peor que podemos hacer es aplicar la receta del espíritu mundano que consiste en anestesiar a los jóvenes con otras noticias, con otras distracciones, con banalidades.
Algunos jóvenes «sienten las tradiciones familiares como oprimentes y huyen de ellas impulsados por una cultura globalizada que a veces los deja sin puntos de referencia. En otras partes del mundo, en cambio, entre jóvenes y adultos no se da un verdadero conflicto generacional, sino una extrañeza mutua. A veces los adultos no tratan de transmitir los valores fundamentales de la existencia o no lo logran, o bien asumen estilos juveniles, invirtiendo la relación entre generaciones (…) La inmersión en el mundo virtual ha propiciado una especie de “migración digital”, es decir, un distanciamiento de la familia, de los valores culturales y religiosos, que lleva a muchas personas a un mundo de soledad y de auto-invención, hasta experimentar así una falta de raíces, aunque permanezcan físicamente en el mismo lugar”.
Al final de su documento el papa Francisco les decía a los jóvenes estas bellas palabras: “Queridos jóvenes, seré feliz viéndolos correr más rápido que los lentos y temerosos. Corran «atraídos por ese Rostro tan amado, que adoramos en la Sagrada Eucaristía y reconocemos en la carne del hermano sufriente.
El Espíritu Santo los empuje en esta carrera hacia adelante. La Iglesia necesita su entusiasmo, sus intuiciones, su fe. ¡Nos hacen falta! Y cuando lleguen donde nosotros todavía no hemos llegado, tengan paciencia para esperarnos»