Por Pbro. Jorge H. Leiva
Máscaras y empatía
En el imaginario paseo por el infierno del “Adán Buenos Aires” de Leopoldo Marechal (brillante escritor argentino del siglo XX), el protagonista de la novela se encuentra con “el Personaje”.
Se trata de un hombre cuyos antepasados habían hecho patria como parte de las guerras así llamadas “de la independencia” y que luego habían sido grandes estancieros, pero “el Personaje”, luego de varias decadentes peripecias, había devenido en un burócrata empleado del Estado al frente de una “amansadora” en la que “el postulante alegre no tarda en degollar sus ilusiones, el iracundo se metamorfosea en cordero y el hablador pierde hasta los rudimentos del idioma”.
En uno de los diálogos, el Personaje dice a sus visitantes: “Señores un consejo útil: no intenten jamás ni siquiera en broma, la menor imposición de la máscara, ella termina adueñándose del rostro”. Y, más adelante, el Personaje recibe en su oficina “a un amigo antiguo peón de un matadero en quiebra que necesitaba trabajo y que sonreía bajo sus grises bigotes y a mirarme largamente con un lagrimón cristalizado en cada ojo mientras a su lado la mujer adolescente callaba también y sonreía. Sentí de pronto –decía el personaje- que un calor interno me derretía la máscara”.
Entonces, según Marechal, si bien a veces es imprescindible una máscara, nunca debe ser impuesta por encima del rostro porque este puede trágicamente desaparecer y volver irreconocible a la persona. Por otro lado, también nos dice que un instante de empatía con sufrientes y lagrimosos ojos hace que una máscara se caiga con un fuego que derrite, y que resplandezca el rostro: un desnudo rostro despojado de toda circunspecta simulación.
Es sabido que en cualquier tipo de relación (noviazgo, matrimonio o amistad) llega un momento en el que se caen las máscaras y “los vestidos para la ocasión” y aparece nuestro rostro tal como es y ya es inútil la imposición de la máscara. Recordemos la bella canción de Juan Manuel Serrat: “No escojas solo una parte/Tómame como me doy/Entero y tal como soy/No vayas a equivocarte/Soy sinceramente tuyo/ Pero no quiero mi amor/ Ir por tu vida de visita/ Vestido para la ocasión/Preferiría con el tiempo/Reconocerme sin rubor”. Ciertamente, lo misterioso es que haya hermanos nuestros que pasan toda la vida enmascarados, como lobos vestidos de corderos, según la conocida frase de Jesús de Nazaret y de la fábula de Esopo.
Hay, también, quienes por falta de autoestima se pasan toda la vida interpretando un personaje porque no se atreven a ser lo que son y se pasan siendo “protagonistas” de una novela en la que la máscara se adueña del rostro, tal como decía Marechal.
Fácilmente nos enmascaramos hasta que al final desaparece el “vestido para la ocasión”. Fácilmente lo hacemos para no implicarnos y evitar que aparezca la vulnerabilidad de nuestro rostro. Fácilmente somos “rostros con máscaras”, como ese empleado de oficina de Marechal, sintiéndonos vanamente seguros en el mostrador de la “amansadora” mirando desde la careta el rostro de la angustia.
Recemos para que el calor interno de la compasión se encargue de derretir máscaras.