Merodeo del libro “La marca de Gualeguay 1” de Edgardo Lois
Texto de presentación de Ricardo Maldonado, poeta y director de Ediciones del Clé.
Es muy bueno levantar la vista y encontrarse con el rostro querido y sentir que el ánimo da un golpe de timón hacia mejor rumbo. Es bueno saberse en el otro cuando el tiempo atenta con dispersiones y sobre-ausencias, desconexiones que apuran el trámite del olvido. Es indispensable encontrar la cálida contracara de la memoria como una vindicta privada a tanto agravio de pecho frío, sociedad de espaldas, silencios corrosivos, ajenos lugares; y esa lengua que pervive por lo bajo, hace un fuego breve en charlas de dos al paso en los bares a deshoras; son como el "te acordás" de Mansa Tuca, comentarios que a veces no van más allá de la anécdota, la chanza, el juego chispeante del dicho y del sobrenombre, la única seña dejada por alguien por poca cosa. A veces, y es bueno que así suceda, se despejan las arterias del día en las ventanas que escasamente se abren, en los ladrillos que acusan un desgaste, trajinados por lo anónimo, preguntan por quién fue ese que dejó sus pasos perdidos; digo, es bueno que esto suceda y así como así el libro se abre como un atril para contener la composición que interpreta un alma colectiva. En ese sentido, a boca de contexto, el periodismo y la creación literaria confluyen, se prestan servicios: tomá este dato, dame tu frescura; contame una historia, escuchá la resonancia de lo que significa.Así, mientras el niño jugaba entre casa y baldío, esquina y arboleda, asombrado de sonidos de trenes y pregones que llegaban desde lo abierto, entre brochas de cerda y pinceles de marta en las manos maestras de su padre, y olores y sabores de madre a punto nieve en casa; digo, mientras ese niño no conocía la palabra "Gualeguay", pasaban los gualeyos con ojos de carbón, noche entera, al exilio de Federico Lacroze por esa estación de Martín Coronado, una de tantas ya próximas a Capital Federal, después de haber tomado los aires bonaerenses, luego de la travesía del ferry en lenta procesión casi mística por el delta y sus cuadros cambiantes, en la bisagra de dos mundos para nuestros criollos, y los carteles ferroviarios que eran de los extramuros incógnitos que sólo los años habrían de tutear, para ser acaso casi porteños en el tono declarado, y entrerrianos por lo bajo y lo secreto, la sordina que vela la pobreza.Y ese niño que jugaba a ser artista como su padre, se encontró un día con el otro cielo de la boca, la palabra, y como la campana de aquella estación con ligustros y zorzales guarecidos en la palma de arcanos lares, sintió el envión del aquí estoy, tengo algo que decir..., lo demás fue ensayo y error, oficio riguroso, lecturas y borradores, años, pensiones y bares, encuentros y distancias; hasta que Gualeguay, potencia significada, adquirió otro peso vital para el ya escritor y periodista Edgardo Lois. Y apenas arribado supo que este pueblo tenía esa "marca" que lo distingue como solar de orejanos, con el filo asentado en su libertad y en su resistencia. Supo temprano que de esa tensa convivencia nace la forma de ser de toda una ciudad que parió nombres altos con obras como edificios que la distinguen, le dan proa en la niebla informe de estos días donde parece que da lo mismo pisar cualquier contexto, cuando el valor original es extemporáneo a las redes sociales donde el consumo impone sus fatuas banderas.LEA MÁS EN LA EDICIÓN IMPRESA
ESTE CONTENIDO COMPLETO ES SOLO PARA SUSCRIPTORES
ACCEDÉ A ÉSTE Y A TODOS LOS CONTENIDOS EXCLUSIVOSSuscribite y empezá a disfrutar de todos los beneficios
Este contenido no está abierto a comentarios