Por Pbro. Jorge H. Leiva
Mi enfermedad
En nuestros encuentros solemos decir: “Lo importante es la salud”; en nuestros encuentros de oración siempre se propone rezar por la salud. Y, por lo general, cuando la enfermedad nos avanza nos volvemos más religiosos.
¡Cuánto deseamos los adultos la salud! ¡Cuánto la añoramos cuando la perdemos! ¡Cuánto la descuidamos en ciertas ocasiones! Y sin embargo, ¡cuánto ignoramos su sustancia a la hora de definirla!
La prueba de ello está en que hemos conocido personas enfermas que son sanadoras y, también, personas sanas, que son “enfermantes”. Cuando la enfermedad se hace intensa, nos preguntamos: ¿Qué malo hice para merecer esto? ¿Por qué a los malvados le va bien y a los buenos le va mal? … y nos ponemos del lado de los buenos…
Por otro lado, nos olvidamos que hemos conocido héroes y santos que han arriesgado su salud por bienes superiores a ella. Sabemos que muchos héroes han perdido la salud a favor de su gente y que muchos santos han perdido la salud a favor de los demás y para gloria de Dios y bien de la Iglesia.
En relación con este tema, San Ignacio de Loyola hablaba de la “santa indiferencia”, que es aquella que nos ayuda a relativizar la enfermedad. Esto quiere decir que no debemos desear desordenadamente poseer la salud ni temer perderla con tal de que se haga lo que Dios disponga: esto garantiza verdadera alegría porque nos libera de la neurosis del miedo a perder la salud y nos hace gozar de la que tenemos: mucha o poca. Hay quienes han perdido la fe desilusionados con un Dios que permite tanto sufrimiento. Mientras que algunos, en nombre del cristianismo, han predicado la ilusión de que es posible “parar de sufrir” en este mundo.
Sin embargo, el sufrimiento, la muerte (y también la belleza) nos muestran cómo los seres humanos somos vulnerables, con permanente necesidad de ser salvados por otros y por “el Otro”. Por eso, para el creyente, la enfermedad propia es oportunidad de asociarse a la pasión de Jesús (¡esto es fe pura!), es oportunidad también de comprender el dolor de los demás.
Para el creyente, la enfermedad ajena es oportunidad de amar a Jesús en el enfermo, de trabajar por la justicia para que se garantice el derecho de los más frágiles a la digna salud. (Dicho sea de paso, cuando un católico está enfermo con una dolencia prolongada es necesario que su familia o sus amigos llamen a la parroquia para que los agentes pastorales lo acompañen).
Decía hace un tiempo el papa Francisco: “A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura”.
Es un deber de cada uno buscar la salud, cuidar la salud. Pero cuando llega la enfermedad insuperable, es necesario el abandono en las manos del Padre. Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. ¡Difícil!...pero posible.
Para los tiempos difíciles de la enfermedad nos puede iluminar estos bellos versos del poeta José María Pemán (1898-1981): “Por eso, Dios y Señor, /porque por amor me hieres, /porque con inmenso amor /pruebas con mayor dolor /a las almas que más quieres; /porque sufrir es curar/ las llagas del corazón; /porque sé que me has de dar /consuelo y resignación /a medida del pesar; /por tu bondad y tu amor, /porque lo mandas y quieres, /porque es tuyo mi dolor..., /¡bendita sea, Señor, /la mano con que me hieres!