Por Pbro. Jorge H. Leiva
Navidad y un amor rico en inteligencia
En medio de una fiesta el niño empieza a hacer "berrinches" casi desesperados que dan señales de alerta a los adultos.
Todos se preguntan qué está pasando. Simplemente, el gurí del siglo XXI llora porque le han quitado el celular que ha estado a punto de caer desde sus pequeñas manos al suelo. Tanto grita y vocifera que sus padres deciden dárselo de nuevo para que los adultos puedan seguir cómodos disfrutando de la elegante velada. Así, el niño consiguió, sobre la base de una sutil extorsión, no lo que necesitaba en ese momento, pero sí lo que requería.
En esa pequeña escena descripta se ponen de manifiesto algunas paradojas de la existencia del ser humano: Por un lado, cuando somos niños, no siempre lo que pedimos es lo que necesitamos; luego, cuando somos adultos, no siempre lo que damos es lo que los demás están realmente necesitando. El "teatro" de la fiesta con el niño que llora nos lleva a la pregunta: ¿hasta dónde es bueno que un niño reciba estímulos de una pantallita y no de un hermanito, de los padres o de los miembros de "su tribu"? ¿Quién gobierna una familia? ¿El niño que se deja llevar por pulsiones inmediatas o el adulto que tiene mirada a largo plazo? El llamado "progreso", ¿trae siempre evolución? ¿Cómo estar advertido acerca de las posibles involuciones? ¿Quién nos enseña las precauciones?
Además, detrás de esa escena del niño gritón subyace otra pregunta: ¿Se puede afirmar la sustancia de la evolución del alma humana? ¿Hay parámetros? ¿Existe el amor sin la verdad? Y en el contexto del relativismo en que vivimos tenemos que preguntarnos: ¿Se puede conocer la verdad? Es cierto que hay dificultades para conocer la verdad, pero para "darle color al guiso", San Juan Pablo II decía que en nuestro tiempo la filosofía, "en lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos".
Es decir que los papás del niño gritón no saben si es verdadero o falso lo que se dice acerca de la estimulación del niño de modo interpersonal en comparación con la estimulación con las pantallitas... Repito, entonces, ¿se puede amar sin conocer la verdad? ¿Se puede tener caridad sin saber quién es el otro y, por lo tanto, qué necesita? Decía al respecto la primera encíclica que firmó el papa: "La caridad no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro.
El saber nunca es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y experimentación, pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser "sazonado" con la "sal" de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor". Pero afirma también el sucesor de Pedro "...Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad. Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor". Se acerca la Navidad: es fiesta de alegría porque en ella tenemos acceso a la verdad plena del hombre, ya que "el misterio del hombre sólo se revela a la luz del misterio del Verbo Encarnado".
Los berrinches de ese gurí al que me refería al principio tienen su definitiva resolución no en una pantalla, sino en un Rostro: el del Niño del pesebre. Quizá alguien le enseñe esa hermosa verdad.