Pbro. Jorge Leiva
Tener identidad o morir
El año pasado falleció un querido cura de nuestra diócesis, el padre Isidro Gallicet.
Él se fue perdiendo cada vez más, se fue olvidando de todo sabe Dios si por demencia senil o por arterioesclerosis. Los que tuvimos la gracia de conocerlo constatamos que se empezó a olvidar de todo…textualmente: ¡de todo!
Sin embrago de lo que no se olvidaba era de su nombre, de su lugar de nacimiento, de su identidad de sacerdote. Así es que los últimos años lo único que recordaba era su nombre de pila, el padre nuestro y el avemaría para rezar el rosario y las palabras de la consagración de la santa misa. Es decir: en medio de lo dramático de su situación no perdió en el fondo su más estricta identidad como persona, como creyente y como sacerdote y de esta manera quizá halló el modo de librarse de la angustia.
Decía don Miguel de Unamuno, pensador español del siglo XX: “La memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición es lo es de la personalidad colectiva de un pueblo”. Y más adelante: “todo lo que conspire a romper la unidad y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme y por lo tanto a destruirse. Todo individuo que en un pueblo conspira a romper la unidad y la continuidades espirituales de ese pueblo, tiende a destruirlo y a destruirse como parte de su pueblo”.
De este modo tanto las personas como los pueblos necesitamos saber quiénes somos, de lo contrario percibimos la vida como una especie de muerte o de locura.
“Nuestra vida espiritual no es sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir” agregaba don Miguel”.
Nuestra América hispana tiene la oportunidad histórica de retornar a su pasado de gloria desde la memoria que da personalidad y por lo tanto da esperanza, según el decir de nuestro filósofo.
Todos los años, cuando se celebra el aniversario del descubrimiento de América, aparecen quienes levantan una especie de voz de maldición por la presencia española en nuestras tierras como si el humanismo traído por España fuera insustancial o perjudicial.
Por supuesto y sin idealizar, hemos de afirmar que fue una bendición maravillosa la presencia de “la madre patria” en estas tierras trayendo la fe en Jesús y la Iglesia, el derecho romano, la filosofía griega, la heroica y martirial sangre mixturada de la península ibérica. A los pocos años los nativos ya se habían mestizado por orden de la Reina Isabel de Castilla, ya tenían universidades con las gramáticas de sus lenguas propias, tenían hospitales, caminos y mapas para el comercio y sobre todo paz. Las abominables prácticas de la antropofagia, el satanismo y el incesto tendieron a desaparecer. En Méjico, por ejemplo, desapareció la terrible costumbre de sacrificar seres humanos para fagocitarlos. Así en nuestra América nació la “raza cósmica” de la que hablaba Vasconcelos, pensador mejicano.
Cuando los imperios anglosajones decidieron-en complicidad con ciertas elites vernáculas- dominar las riquezas de nuestros pueblos, optaron por dividir y desprestigiar las raíces para que al no saber quiénes somos, no sepamos a donde ir.
Una historia sistemáticamente desprestigiada genera ciudadanos tristes y como decía Arturo Jaureche “nada grande se puede hacer sin alegría, nos quieren tristes para que nos sintamos vencidos. Los pueblos deprimidos no vencen…”.
Desde las cenizas de los recuerdos, como el padre Isidro, estamos llamados a rehacer la buena memoria de nuestra Hispanoamérica para recobrar el gozo y la esperanza de la identidad y no morir.