Editoriales
¿Tengo derecho a ser feliz?
Editorial escrita de manera semanal para El Debate Pregón, por parte del Pbro. Jorge H. Leiva
Se aprende lo que se repite, dijo un sabio una vez: de ahí la importancia de la educación, de los ritos, de los grandes relatos y de las grandes consignas.
Días pasados escuchaba en una letra de canción un estribillo que repetía: “Tengo derecho a ser feliz” y, al final de la canción, esa especie de adagio fue cantado por siete veces (como para que no quedara duda).
El letrista insistía hasta el cansancio con esa idea, creando una especie de ley universal para que todos fuéramos en patota a hacer que se cumplan sus derechos. O pensándolo mejor: ¿a quién dirige ese señor letrista su mensaje? ¿A sí mismo? ¿A sus comunidades de pertenencia? ¿A su Dios? Yo, en mi ignorancia, deseé de todo corazón que ese mensaje no sea escuchado por algunos hermanos de nuestro pueblo.
Resulta que hay quienes viven creyendo que su infelicidad no es tarea personal, sino de los demás; otros que en la ansiedad por lograr una felicidad inmediata quedan presos de distintas adicciones o de las idolatrías de dinero, del placer desordenado y del despotismo que convierte al otro en mercancía o descarte; otros que se olvidan de que la única manera de ser feliz es tratando de que otro sea feliz.
Ciertamente, es propio de una comunidad madura exigir el cumplimiento de los derechos a través de la justicia que los estados proveen para el bien de la gente. Pero también es propio de las civilizaciones que logran mayor felicidad relativa, el libre deseo de servir al bien común desde la verdad y la voluntad.
Sin embargo, en algunos medios de comunicación (quizá de modo excesivo) solemos ver la puja del reclamo de derechos en esa especie de universo estelar que es para nosotros, los provincianos, la vida en la ciudad capital: unos sienten tener derechos a “tomar la calle” como se dice ahora para “visibilizar” un reclamo y otros sienten derecho a transitar sus calles en el ir y venir de la cotidianeidad sin ver entorpecidos sus senderos. A los que estamos lejos de esa realidad nos parece mentira que no exista una “percepción de los derechos del otro”.
Cuando hay conflicto de intereses entre dos facciones, ¿cómo hacer prevalecer el bien común en favor de los dos grupos? ¿Quién armoniza los dos derechos a ser feliz? ¿Se puede vivir en comunidad sin el firme interés de que todos podemos expresarnos con palabras y gestos amables y sentirnos escuchados? Interrumpir el camino de un hermano, ¿es violencia o no? Reclamar sólo el propio derecho a ser feliz (como lo hacía el cantor en mi radio), ¿es sendero de crecimiento personal y comunitario o no? Porque en realidad yo estoy autorizado a decir que “Tengo derecho a ser feliz”, solo si soy capaz de percibir al otro con empatía (como se dice bellamente hoy día) y si estoy dispuesto a trabajar por el bien común, por el bien la verdad y la belleza en el marco de la sincera búsqueda de la amistad social.
Hay hermanos que han dado la vida para defender los derechos de los demás, sobre todo de aquellos que no tienen voz. Pensemos, por ejemplo, en el santo obispo Óscar Romero del Salvador o de los beatos mártires riojanos. Por eso, pidamos en oración: “que no busque tanto defender mis derechos, sino los de los demás y, sobre todo, los de los excluidos y descartados”.