Otra vez el agua
Una crónica a pie con la oreja puesta en la prepotencia de la naturaleza. por Santiago Joaquín García
Y otra vez el agua. Otra vez el agua, y es como decir: otra vez la mañana, el atardecer, el mediodía. El agua de los árboles que no pueden arraigar en la tierra. El agua de los peces. El agua de los ríos que desembocan en el mar y la de los vientos de marzo que traen la lluvia para el trigo.
Qué difícil es contar lo triste sin caer en las imágenes sensacionales. Viernes a la tarde. Yendo por la Illia, antes de llegar a la ruta 11 ya se puede ver el agua. Un trabajador de tránsito ordena los vehículos porque hay una mano que empieza a saturarse. La corriente llega del otro lado. Las y los trabajadores del corralón están afuera. Como si la malaria fuera poca, sobre llovido mojado. Justo. La playa de la estación de servicio es una laguna. No queda otra que esperar. El agua manda. Del otro lado, está peor. Un perro decide quedarse en la galería de un galpón. No cruza la ruta. Sabe mejor que nosotros hasta cuándo puede especular. Hacia el cruce con la 12 está igual o peor. Dos chicos van en bicicleta, pero deciden volverse. Ya están mojados, pero tienen miedo de que las ruedas se les pongan complicadas. Una trabajadora de tránsito con botas de goma ordena a los curiosos. El agua le corre bajo los pies sobre la calzada. La corriente llega en cascada desde el asfalto hacia las casas bajas del lado sur.
Remonto la Epele. Apenas hago un par de cuadras y ya no se puede seguir por la calle. Camino por el cantero del medio. Una señora está con sus hijos en la vereda. Cruzamos la calle y mirando hacia el lado de la ruta se ve a unos muchachos en piragua. Se hacen algunos remolinos chicos en las esquinas. “Estaba todo seco hoy. Empezó a venir de a baldazos a las siete de la mañana”, me informa un vecino que, como todos, mira hacia la ruta. Necesitan que no llegue más agua de los campos del norte. Hacia el lado de la Escuela de Tablas la cosa se ve peor. Más tarde, cuando de la vuelta, podré ver la correntada bajo el puente de Camaos. Llega casi al tope: “Esto está mal hecho, es muy bajo. Y encima nadie limpia nada”, se queja un vecino que está parado antes de que se corte la bici senda. Algunos caminantes no suspenden su actividad física vespertina. De paso, chusmean un poco.
Desde la Eva Perón hacia la Terminal también está cortada la calle. Una camioneta se paró en el medio del tránsito y ahí quedó. Lo peor está más adelante, sobre la Güemes. Una chica camina con botas sobre la vereda. Unos muchachos comentan el campeonato de River. Los vecinos del Pancho están curtidos con estos asuntos. ‘¿Está bien que tengan que acostumbrarse?’-pienso y me contesto que no. Hay algunas teorías que no son necesariamente contradictorias entre sí. Que es el Clé; que son los campos; que hicieron algo mal a la mañana porque llegó mucha agua; que es demasiada lluvia junta. Me limito a escuchar con atención.
Bajo por 25 de mayo rumbo a la terminal. A la altura de Liebre de Marzo no se puede seguir. Unos vecinos pusieron un palo para medir cómo baja el agua. “Muy de a poco”, me cuentan. Llega una camioneta con bolsas de arena. Se arman barricadas sobre las fachadas de los negocios. Por si hace falta aclararlo, nadie vende nada. Se conversa nomás. Una vecina sale con el agua hasta los tobillos. Doy la vuelta manzana por San Antonio. Las barricadas en el Supremo recuerdan la última inundación. A una cuadra de la rotonda norte la calle es un río. Más bolsas de arena en las fachadas. Camino hacia San Martín. Se hace como una olla. Estoy por cruzar rumbo a la ruta y unos vecinos me alertan: “Hay un pozo ahí”. Agradezco y pienso en el peligro que representa, en especial para los chicos que lo toman como un juego, andar caminando descalzo sin saber lo que hay abajo. Si uno mira hacia la Avenida Perón no hay nada más que agua.
Desde la ruta hacia la zona de Barrio Norte hay mucha agua, y bajando hacia Melitón Juárez también. Algunas calles están cerradas con camiones y con alambres para que a nadie se le ocurra cruzar. Algunos autos pasan demasiado rápido, y me hacen acordar a la novela de Ehrenburg ‘Citroen 10 HP’. Alguien le ha hecho creer a las bestias de cuatro ruedas que gobiernan las ciudades. Los más prudentes se estacionan a ambas manos de Avenida Soberanía. Paso por detrás del Hospital y la situación ha mejorado un poco, aunque las calles están imposibles. Soychú tiene el estacionamiento también protegido con bolsas grandes. Es extraño no ver a los camiones como siempre. Las calles que van desde la planta hacia el centro están inundadas en su mayoría. Salvo la Paraná que se puede recorrer casi en su totalidad. Corre mucha agua por el canal homónimo.
Bajo, siembre bajo, por Martín Fierro hacia el Evita. La calle es un hormiguero de gente. Después de un cartel de las Obras de Integración Socio Urbana no se puede seguir. Una vecina me cuenta: “En mi casa tengo el agua hasta la cintura”. Siento vergüenza. No sé qué contestarle. Me siento responsable por estar acá como mero espectador. Se ve un carro de fondo y la gente que viene con cosas encima. “Nadie vino a decirnos nada”, me cuenta otra señora que mira hacia el bajo. Todos miramos hipnotizados los charcos, como si pudiéramos empujarlos con los ojos. Tienen miedo de que llegue más (y dado el pronóstico de lluvia, no pueden estar equivocados). Aparece una camioneta con gente de Libertad que reparte la leche (cuándo no los clubes). Paso a visitar a una familia amiga, que me cuentan que sus hijos en el Dunat están peor. Y recuerdan la última inundación: “Esa vez perdimos todo”.
Esta es una historia que no tiene fin. Como el agua que con sus ciclos nos impone una y otra vez su gobierno sobre estas tierras bajas. No soy un especialista y mucho menos un oportunista. No voy a dejar grandes frases rutilantes. Ahora es tarde y todo es urgente. Pero sí espero que la próxima vez, todo lo que se pueda hacer para prevenir y reducir los daños (limpiar los desagües; canales; decidir si hace falta una Defensa Norte como en Concepción del Uruguay u otra obra; planificar dónde se construye, organizar la respuesta del Estado) lo tengamos listo. La solidaridad de Gualeguay siempre es motivo de orgullo. Incluso para quienes no nacimos en esta tierra, pero la queremos como propia.