Monseñor Jorge Eduardo Lozano
El sueño de Dios, la vida
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo (Argentina) y secretario general del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)
Soñar con grandes ideales es propio de la juventud, pero ellos pueden acompañarnos y movilizarnos toda la vida. Los grandes hombres y mujeres que hacen historia han mantenido grandes sueños sin desalentarse ante los resultados adversos. En la Biblia encontramos unos cuantos. Abraham y los Patriarcas, Moisés, Rut, Esther, José, María… Más cerca en el tiempo son ejemplos Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Teresa de Calcuta…. de diversas creencias religiosas, alentaron sus corazones con un “fuego sagrado” que marcaron cambios significativos.
El Espíritu Santo nos impulsa a desplegar esos anhelos profundos de plenitud de vida, tanto en lo personal como en lo social. El Papa Francisco muchas veces alude a la imagen de los sueños para la Iglesia y la humanidad toda.
Nosotros mismos necesitamos alentar sueños para alcanzar logros importantes. De otro modo nos volvemos conformistas, mediocres y la rutina puede aplastarnos. Pero rara vez implicamos a Dios como poseedor de sueños. En el texto conclusivo de la Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe, se nos presenta esta condición de Dios como Soñador. En pocos párrafos, del 177 al 183, nueve veces se repite la expresión “Sueño de Dios”.
¿Una actividad intimista y reservada? ¡No! Se manifiesta por desborde. En el mismo texto se especifica que “puesto que su sueño tiene una esencial dimensión comunitaria, el Señor eligió un pueblo con el que compartió su plan” (179).
Tanto nos involucra que estamos convocados a “ver con los ojos de Dios, sentir con su corazón y soñar sus sueños. Tenemos confianza en que el sueño de Dios no fracasará” (179). Por eso, aun en medio de dificultades y sufrimientos importantes que nos llevan al desaliento, nos sostiene la esperanza que “no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5).
Un gran santo expresó que “la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios” (San Ireneo de Lyon, siglo II).
También afirmamos en el mismo texto de la Asamblea Eclesial que “los cristianos creemos y confesamos un acontecimiento inaudito: ‘La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros’ (Jn 1, 14)” (181).
Nosotros sabemos que Dios se comunica de muchas maneras. Así, por medio de la belleza y majestad de la creación nos expresa su poder y cercanía. Del mismo modo que a un artista lo conocemos por sus obras, a Dios lo empezamos a percibir por medio del universo, fruto de un proyecto de su amor.
A lo largo de la historia de Israel Dios habló por medio de los Patriarcas, especialmente por medio de Moisés y los Profetas. Y “ahora, en el tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo” (Hb 1, 2).
Dios nos busca para encontrarnos. Él dialoga con nosotros como amigo. La Constitución Dogmática “Dei Verbum”, acerca de la Divina Revelación, con belleza enseña: “Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum 2).
La Biblia, entonces, no es solamente un libro. Nos comunica una Palabra que quiere entrar en diálogo con mi vida, iluminarla, despertarla. Nos muestra el camino para que tengamos vida en abundancia. Nos inquieta y estimula a ponernos en marcha.
No sé si prestaste atención a un par de gestos que se realizan durante la celebración de la misa. Al inicio, el obispo, el sacerdote y el diácono besan el altar. Al terminar de proclamar el Evangelio se repite el mismo gesto con el Libro de la Palabra. Es una manera de expresar la fe en que Dios nos alimenta en dos Mesas, la de la Palabra y la de la Eucaristía, ambas necesarias para sostenernos en nuestra peregrinación en la fe. Cristo mismo nos nutre con el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía.
Este Domingo en todo el mundo nos dedicamos a resaltar el lugar que la Palabra de Dios tiene en cada creyente y en la vida de la Iglesia. El lema que se nos propone está tomado de una frase de la Primera Carta de San Juan: “Lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos también a ustedes” (I Jn 1,3). No se trata de dar explicaciones de una idea o una fábula, sino de compartir una experiencia de encuentro concreto con la Palabra de Vida.