Yo soy, tú eres, él es
El niño Horacito recibió de regalo una pelota y empezó a jugar con alegría en la vereda, porque tenía la gracia de poder hacerlo antes de que la modernidad reciente instalara el miedo, más a o menos infundado, a esa puerta al universo llamada vereda.
Cuando un niño se acercó a curiosear su pelota, Horacito gritó: "¡Es mía!", y la abrazó con sus dos brazos pequeños. De este modo precario, Horacito estaba reafirmando su personalidad; era una transitoria manera de autoafirmación personal. Con el tiempo, papá y mamá le enseñaron la magia, el milagro de lo que se llama jugar, de la posibilidad de interactuar con otro: con un amiguito, con un hermano o con un vecino.
Así, Horacito descubrió que para "dejar nacer el yo" resulta maravilloso encontrarse con un "tú", experimentar lo que es la "intersubjetividad", vislumbrando el gozo del encuentro y percibiendo en el rostro del otro la alegría que va y viene en un primitivo partido o algo así. Horacito creció y un día descubrió el rostro de un vecino que no tenía ni pelota ni amigo. Tuvo la tentación de excluirlo, de reírse de él, pero en su educación había recibido la consigna de que ese gurí era un sufriente por el que había que tener misericordia y sucedió que sin que el chiquito se acercara por miedo al rechazo, Horacito se aproximó a él, le miró el rostro y lo invitó a participar.
Y aunque ese chico era algo torpe y exigía de él un poco de paciencia, lo fue admitiendo como un lejano: quizá entonces, fue asomándose a la verdadera existencia que es pro-existencia, que incluye a un tú, pero también a "uno que está fuera de mi círculo". Horacito fue creciendo y descubriendo que algunos gurises del barrio quedaban empantanados en su primera etapa y se pasaban toda la vida diciendo: "¡Esta pelota es mía!", "¡Esta pileta es absolutamente mía!" y esta propiedad absolutamente privada le daban cierta autoafirmación. Así fue comprendiendo cómo en algunas personas el proceso de la verdadera vida, que es convivencia, había quedado truncado; sobre todo porque la fallida experiencia "del arte del encuentro" llegó al trágico punto de la definitiva imposibilidad de descubrir el "rostro del que está fuera de mi círculo".
¿Qué pasó con nuestro amiguito Horacito? ¿Qué recorrido ético realizó? Primero se reafirmó a sí mismo con una posesión absoluta de un regalo, de su juguete llamado pelota; después descubrió que los regalos se comparten para que se transformen en signos de la alegría del encuentro y, por último, salió de su círculo que lo dejaba en peligro de auto referencialidad narcisista y elitista. Primero fue llegando a una autoconciencia provisoria sobre la base del tener; después se reconoció a sí mismo en la alegría de jugar con un "alter ego" (otro yo); pero, finalmente, llegó a la cúspide del pensamiento y de la moral que es el intento de integrar al excluido, al periférico. Primero dijo "Yo soy", luego dijo "Tú eres" y, finalmente, sin negar las instancias anteriores, fue aprendiendo a decir "Él también es" y yo tengo que hacerle sentir eso. También, con el paso del tiempo, descubrió que hay quienes se pasan toda la vida abrazados a una pelota sin interactuar y sin mirar a los sufrientes excluidos, vociferando "¡La pelota es mía!" y, lamentablemente, negando la existencia de los rostros y de la belleza del "arte del encuentro".
Pbro. Jorge H. Leiva