Psicología
Envejecimiento
Que el tiempo pasa, es algo experimentado por todos los seres humanos. Y también que el tiempo pasa de manera diferente para cada uno de nosotros. No sólo eso, sino que en ocasiones el tiempo se hace eterno; otras veces el tiempo vuela. En gran medida en función de nuestras vivencias. Pero, ¿ es el tiempo el que pasa o somos nosotros los que pasamos y en cada época de la vida tenemos una vivencia distinta de nuestro paso por el tiempo?
En la infancia vivimos un tiempo lento, el futuro es muy lejano y se hace esperar. En cambio en la vejez vivimos un tiempo y una vida que se está acabando, un futuro que se acorta y la muerte ya no es algo impersonal y lejano, incluso desconocido como en otras épocas de la vida, sino un hecho real e ineludible, para los otros y para uno mismo.
Quizá por eso en el presente de la vejez, más que en ningún otro momento de la vida, se unen pasado y futuro. Es mucho el recorrido que se ha hecho: toda una vida. Y, comparativamente, es poco el recorrido que queda por hacer.
Actualmente, la vejez es considerada, desde un punto de vista evolutivo, una etapa más del ciclo vital, la última, que puede durar un tiempo cada vez más largo. En ese sentido se habla de cuarta edad para referirnos a la vejez tardía, es decir, aquella que va más allá de los ochenta años de vida. Y como cualquier otra etapa de la vida, también tiene su cometido. Envejecer no sólo es esperar a morir. La vida es una readaptación constante y, en el último tramo, la tarea vital que se nos impone es la de enfrentarnos a la propia muerte, a la vez que seguir viviendo.
Erikson, psicólogo y psicoanalista, es uno de los primeros autores que considera el desarrollo desde una perspectiva que incluye todo el ciclo vital humano. Entiende el desarrollo como una secuencia de etapas a lo largo de la vida, cada una de las cuales confronta a la persona con una crisis o dilema de carácter psicosocial. Si estas crisis se superan favorablemente, agregan cualidades que fortalecen nuestro yo y nos capacitan para afrontar nuevas crisis. Si por el contrario no podemos resolver adecuadamente cada una de estas crisis, el desarrollo personal y social se ve dificultado. Cuando no se logra establecer una apertura a la generatividad se produce un estancamiento, desarrollando alguna regresión a necesidades como: obsesiones, rabias y dificultades en las relaciones sociales; además se pueden presentar sensaciones de insatisfacción, aburrimiento, entorpecimiento y empobrecimiento interpersonal. En el proceso si se resuelve o no el conflicto, sobrevendrá desesperación y angustia, o por el contrario, aceptación, apertura, madurez e integridad.
Concomitante a la madurez e integridad, surge otro concepto relacionado con la sabiduría que no se conseguirá hasta la vejez ya que depende de dos atributos del self: la autotrascendencia y el auto- desarrollo. La generatividad se relaciona con la capacidad de la persona de generar vida y con su compromiso no sólo de crear o procrear sino de cuidar y mantener la vida, de favorecer un crecimiento que vaya más allá de uno mismo, que de alguna manera nos sobreviva. Es, pues, la capacidad de constituirse no sólo en procreador o creador sino en orientador y guía, cada uno a su propio nivel, de la nueva generación o de los que están con nosotros, de participar en la creación de proyectos y obras que puedan sobrevivirnos y de contribuir a su desarrollo.
Cuando la generatividad no se logra, la persona puede caer en lo que Erikson llama estancamiento, que supone focalizarnos en nosotros mismos y que puede llevar a un empobrecimiento personal y social, e incluso a una regresión a etapas anteriores. Si las condiciones sociales favorecen esta regresión, la persona, aunque adulta, cada vez dependerá más y más de los otros, no podrá desarrollar y aprovechar su autonomía e iniciativas y, en casos extremos, puede acabar dependiendo totalmente de la sociedad, sin poder entregar nada a cambio.
La integridad, vinculada a la vejez, tiene que ver con la capacidad de evaluar la propia vida, lo que hemos hecho con ella, de considerar todo aquello que ha merecido la pena ser vivido, de haber obtenido provecho de vivir y haber podido hacer nuestra vida. También supone haber podido elaborar en lo fundamental las pérdidas y desilusiones que toda vida conlleva. Todo ello nos ayuda a aceptar la propia finitud y la muerte.
La persona que ha logrado superar positiva y creativamente los distintos avatares que se van presentando a lo largo de la vida, puede hacerse una idea más realista de su papel en el mundo, dar sentido a su vida, que incluye también el futuro y la propia muerte. Puede plantearse, incluso, lo que les puede ocurrir después de su muerte a sus seres queridos, o a todas aquellas obras o creaciones realizadas a lo largo de su vida.
Sólo las personas que han trascendido su propio ser mediante la procreación y cuidado de sus hijos y nietos cuando los hay; mediante el cuidado y la atención de otras personas o colectivos humanos, de la naturaleza, de sus aportaciones artísticas, científicas, laborales, relacionales, emocionales, etc., por pequeñas que sean, pueden alcanzar un estado de integridad del yo que les permite aceptar la propia vida como única e irrepetible y sentir el valor de la propia existencia y también de todo aquello que nos sobrevivirá a través de los otros.
Pero no hemos de olvidar que algunas de estas cualidades vinculadas a la generatividad, la integridad y la trascendencia, pueden verse muy comprometidas en la vejez, etapa de la vida especialmente difícil para la persona, ya que sus condiciones tanto a nivel físico como psicológico y social pueden llegar a ser muy adversas. La probabilidad de problemas de salud es muy alta y la persona de edad muy avanzada se enfrenta a continuas pérdidas: de facultades físicas y psicológicas, afectivas, de familiares y seres queridos, y en último término de su propia vida. No resulta fácil poder mantener el sentimiento de bienestar personal, de integridad, y pueden aparecer sentimientos de desesperación en el presente y ante el futuro, dominado entonces por el temor angustioso y angustiante ante la muerte, por el sentimiento de que lo que queda de vida es poco y que ya no será posible la elaboración de todo lo perdido, ni tampoco quedan fuerzas para un nuevo estilo de vida, ni nuevas formas de relación.
Cuando domina el sentimiento de pérdida, de que las redes extendidas a lo largo de toda la vida se han cerrado, dejando a la persona sin ningún horizonte vital generativo, puede sentirse intensamente que no hay futuro. La filosofía siempre se ha ocupado de los temas básicos para los humanos, como son la vida y la muerte. Norbert Bilbeny (2003), cita un pensamiento de Spinoza: “nada le preocupa menos a la persona sabia que su propia muerte”. Pero tiene que ser sabia. Es decir, poder haber aprendido de las distintas experiencias de la vida que nos acercan a la muerte, y también de la propia imaginación o de la de otros, a través de la poesía, la literatura, la música, el cine…
No es fácil alcanzar esta sabiduría, ni personal ni colectivamente, en una sociedad en la que la muerte es un tabú, algo de lo que no se puede hablar, a lo que cuesta acercarse emocionalmente.
Otro filósofo, Kierkegaard, nos da una visión que integra pasado y futuro, cuando dice que “la vida se comprende mirando hacia atrás, pero sólo se vive mirando hacia delante”. La vida es lo que se tiene por delante. Y para que haya vida, la persona ha de tener conciencia de albergar posibilidades, de que aún tenemos alguna posibilidad futura. Este es un sentimiento fundamentalmente interior, sobre todo en el momento final de la vida, en que la vida se agota. La experiencia es lo que queda, no lo que pasa. Y si hay algo que permanece en nuestro interior son las emociones, incluso aunque se pierda la memoria. Hace unos días una anciana de 90 años, aún activa en tareas de voluntariado, me decía que la vejez es “acumulación de juventud”. Creo que se refería a acumulación de vida, a la posibilidad de mantener una actitud vital.
La tarea de la vida es estar al cuidado de la vida, hasta el último minuto. La poca o mucha vida que tenemos por delante no depende de una cantidad, sino de una calidad, que tiene que ver con nuestro esfuerzo para apreciar en cada momento la vida que se tiene, lo que hasta el último momento podemos vivir, en relación a nosotros mismos y con los demás. Siempre se puede dar y recibir, sobre todo emocionalmente, en alguna medida, por insignificante que parezca.
“Efímera es la vida de los hombres, pero sus días son inmortales” (Píndaro).
Este artículo está compendiado de una nota de la psicóloga Mercedes Olmo