Razón crítica
De la política de la crítica a la política propositiva
En el convulsionado panorama político de las últimas décadas, la práctica conocida como “política de la crítica” ha ocupado un lugar central en los debates públicos y electorales. Este fenómeno, caracterizado por una constante descalificación del adversario en lugar de la construcción de propuestas sólidas, no sólo ha contaminado el diálogo democrático, sino que ha tenido consecuencias profundas sobre el sistema de representación política. La erosión de la confianza ciudadana y el creciente desamparo frente a los problemas estructurales han sido terreno fértil para la aparición de los denominados outsiders, actores políticos externos al sistema tradicional que prometen respuestas inmediatas y soluciones drásticas.
La política de la crítica opera bajo una lógica reactiva y destructiva. Su esencia radica en focalizar los discursos y estrategias en señalar los errores, fallos o carencias del contrincante, a menudo dejando de lado el compromiso con una agenda de propuestas concretas. Aunque la crítica es una herramienta legítima en una democracia, el problema surge cuando se convierte en el único eje de acción, desplazando cualquier intento de diálogo o debate constructivo. En lugar de impulsar políticas públicas que atiendan las necesidades de la ciudadanía, se prioriza el desgaste del oponente. Esta dinámica, reiterada en los discursos mediáticos y campañas electorales, genera frustración en una sociedad que espera soluciones reales a sus problemáticas cotidianas.
Las consecuencias de esta práctica son evidentes. En primer lugar, socava la legitimidad de los actores políticos tradicionales y, por ende, la confianza en las instituciones. Los ciudadanos, cansados de promesas vacías y de un constante intercambio de acusaciones, perciben que el sistema político está más interesado en sus disputas internas que en resolver sus necesidades. Este sentimiento de desafección se traduce en una menor participación electoral y un alejamiento de la esfera política, alimentando la percepción de que “todos los políticos son iguales” o que “la política no sirve para nada”.
En este contexto de desilusión, emerge la figura del outsider. Estos actores, generalmente ajenos a los partidos tradicionales, construyen su discurso sobre la base del descontento y el rechazo al sistema establecido. Presentándose como “antipolíticos” o como alternativas “fuera del sistema”, los outsiders apelan a una ciudadanía que busca respuestas rápidas y que se siente huérfana de representación. Ejemplos de estas figuras pueden encontrarse en diferentes latitudes, desde líderes populistas hasta empresarios convertidos en políticos, quienes prometen cambios radicales bajo un discurso de renovación y transparencia.
La llegada de los outsiders, sin embargo, no es un fenómeno casual. Es el síntoma de una crisis más profunda: la incapacidad del sistema político tradicional para responder a las demandas de la sociedad. La política de la crítica ha contribuido de manera significativa a esta crisis, pues no sólo deslegitima al adversario, sino que erosiona la confianza en la política como herramienta de transformación social. A medida que esta práctica se perpetúa, el terreno para propuestas propositivas y debates constructivos se reduce, dejando un vacío que los outsiders saben capitalizar.
Frente a este escenario, la política propositiva se presenta como la única vía para revertir el deterioro de la representación democrática. Este enfoque, centrado en la generación de ideas, el diseño de políticas públicas y el diálogo constructivo, tiene el potencial de recuperar la confianza ciudadana y reestablecer el vínculo entre los representantes y sus electores. Implica, además, un cambio cultural dentro de los partidos políticos y de los medios de comunicación, donde las propuestas deben ocupar un lugar preponderante por sobre los ataques personales y la descalificación.
Es imperativo que las democracias contemporáneas apuesten por fortalecer sus instituciones y promuevan liderazgos comprometidos con el bienestar colectivo, no con el espectáculo de la crítica. De lo contrario, la creciente desconexión entre los ciudadanos y el sistema político continuará alimentando la emergencia de outsiders cuya llegada, si bien puede representar una oportunidad de cambio, también puede traer consigo diversos riesgos.
El desafío radica en revalorizar la política como un espacio de construcción colectiva, donde el diálogo y la proposición prevalezcan sobre la confrontación estéril. Sólo así será posible revertir el desamparo ciudadano y garantizar que el sistema democrático recupere su función esencial: ser un canal efectivo para mejorar la realidad de las personas.
Julián Lazo Stegeman