Presbítero Jorge H. Leiva
Memoria y canto
Decía Heidegger, un pensador del siglo XX, que “Una vez consumada la creación, Zeus preguntó a los Dioses que se hallaban en silenciosa admiración si creían que su obra carecía de algo para alcanzar su perfección. Los dioses respondieron que efectivamente, algo faltaba. Una voz divina para laudar y manifestar tanta magnificencia y para eso le pidieron que engendrara las Musas…El Padre de todo escuchó esa petición y habiendo aprobado el pedido, creó el linaje de las cantoras llenas de armonía nacidas de una de las potencias que le rodeaban: la virgen Mnemosyne, a quien el vulgo llama Memoria”.
Memoria entonces se llama a una especie de diosa que engendra el canto porque no tiene otro modo de proclamar la belleza de todo lo creado. Entonces, la memoria que canta es la que está admirada por lo que recuerda. Pero, convengamos que nadie se pone a cantar la tabla del 4 porque la recordamos, ni nadie canta el teorema de Pitágoras, ni tampoco el prospecto de un medicamento por más exacto que sea. ¿Qué quiere decir esto? Que hay dos clases de memoria: la que se destina a aprender casi mecánicamente, por ejemplo, la que puede ser reemplazada por una máquina (pienso en las calculadoras); y la otra, la que se destina a guardar las cosas en el corazón porque re-cordar quiere decir esto: traer al corazón.
Los griegos, cuando se referían a las musas, lo hacían sabiendo que el canto de las personas resentidas, de las que generan división y destrucción, no es verdadera música, porque no nace de un corazón agradecido y admirado. Por eso, en el infierno no hay canto y, si lo hay, sus sones son desafinados, cacofónicos, lo que provoca percibirlos como ruidos torturantes. En este sentido, decía Benedicto XVI en París en el año 2008: “…el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza» – en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión, que indica la caída del hombre alejado de sí mismo”. Porque cuando el canto es feo no participa de la memoria agradecida de los comienzos.
Para quienes fuimos jóvenes en la década del 80 viene bien -para terminar- recordar lo escrito por Mario Benedetti al otro lado del Río Uruguay: “Cantamos porque llueve sobre el surco/y somos militantes de la vida/y porque no podemos ni queremos/dejar que la canción se haga ceniza (…) Cantamos porque el sol nos reconoce/y porque el campo huele a primavera/y porque en este tallo en aquel fruto/cada pregunta tiene su respuesta”. Cantemos, entonces, a la belleza de Dios o a la nostalgia de haberlo perdido, cantemos trayendo al corazón a la patria o a sus heridas, cantemos a la alegría de tener seres queridos o al duelo de perderlos. Para, de esta manera, unir nuestras voces con la de Agustín de Hipona: “cantemos ahora, no para deleite de nuestro reposo, sino para alivio de nuestro trabajo. Tal como suelen cantar los caminantes: canta, pero camina; consuélate en el trabajo cantando, pero no te entregues a la pereza; canta y camina a la vez”.
¿Quién se anima a ser del coro de los que cantan buenas memorias para completar la creación y la historia? Sabemos que a esto no lo pide Zeus, sino el Padre de Jesús.